A HERMES
Canta,
Musa, a Hermes, hijo de Zeus y Maya, que tutela Cilene y Arcadia, pródiga
en rebaños, raudo mensajero de los inmortales, al que parió
Maya, la Ninfa de hermosos bucles, tras haberse unido en amor a Zeus, ella,
la diosa venerable.
Evitó la compañía de los dioses bienaventurados
habitando en el interior de una muy umbrosa gruta. Allí el Cronión
solía unirse con la Ninfa de hermosos bucles en la oscuridad de
la noches, mientras el dulce sueño retenía a Hera la de níveos
brazos y pasaba inadvertido a los dioses inmortales y a los hombres mortales.
Pero, cuando se cumplía el designio del gran Zeus
y la décima luna se fijó ya en el cielo, él lo sacó
a la luz y sus acciones quedaron al descubierto. Así que entonces
la Ninfa parió un niño versátil, de sutil ingenio,
saqueador, ladrón de vacas, caudillo de sueños, espía
de la noche, vigilante de las puertas, que rápidamente iba a realizar
gloriosas gestas ante los ojos de los dioses inmortales.
Nacido al alba, tañía la lira a mediodía
y por la tarde robó las vacas del Certero Apolo, el cuarto día
del mes, en el que lo parió la augusta Maya.
Cuando saltó de las inmortales entrañas
de su madre, no aguardó mucho tiempo tendido en la sacra cuna, sino
que se puso en pie de un salto y andaba ya buscando las vacas de Apolo,
tras franquear el umbral del antro de alta bóveda.
Al encontrarse allí una tortuga, logró una
dicha infinita: Hermes fue en efecto el primero que se fabricó una
tortuga musical. Ésta se le puso por delante a las puertas del patio,
pastando ante su morada la hierba lozana con andares retozones. El raudo
hijo de Zeus se echó a reír al verla y en seguida le dirigió
la palabra:
-- ¡He aquí un presagio muy favorable para
mí! No lo desdeño. ¡Salud, figura encantadora, que
ritmas la danza, camarada del banquete! Bienvenida es tu aparición.
¿De dónde viene este hermoso juguete? Una tornasolada concha
es tu atavío, tortuga que vives en los montes. ¡Bien! Te cogeré
y te llevaré a mi morada. En algo me serás útil. No
te despreciaré, sino que será a mí al primero al que
beneficiarás. Mejor estar en casa, pues es peligroso lo de puertas
afuera. Tú serás, en efecto, un amparo contra el muy penoso
maleficio, en vida, y si mueres, podrías entonces entonar un canto
extremadamente hermoso.
Así habló, y, al tiempo que la levantaba
con ambas manos, marchó en seguida adentro de su morada, llevando
su encantador juguete. Luego, pinchando con un cincel de grisáceo
hierro, vació el meollo de la montaraz tortuga.
Como cuando un pensamiento fugaz atraviesa por el ánimo
de un varón al que asedian múltiples preocupaciones o como
cuando saltan desde los ojos las miradas chispeantes, así pensaba
a la vez la palabra y la acción el glorioso Hermes. Una vez que
cortó en sus justas medidas tallos de caña, los atravesó,
perforando el dorso, a través de la concha de la tortuga. Alrededor
tendió una piel de vaca, con la inteligencia que le es propia, le
añadió un codo, los ajustó a ambos con un puente y
tensó siete cuerdas de tripa de oveja, armonizadas entre sí.
Cuando lo hubo construido, en posesión de un juguete
encantador, lo tentaba con el plectro cuerda a cuerda. Al toque de su mano,
sonó prodigiosamente y el dios lo acompañaba con su hermoso
canto, practicando la improvisación, como los muchachos en la flor
de la juventud se zahieren con descaro en los banquetes.
Cantaba a Zeus Crónida y a Maya de hermosa sandalia,
cómo antaño conversaban con amorosa camaradería, declarando
así su propia estirpe de glorioso nombre, y honraba asimismo a las
sirvientas y las espléndidas moradas de la Ninfa, los trípodes
en la casa y los perennes calderos.
Esas cosas cantaba, mas en su mente tramaba otras. Llevándose
la hueca forminge la dejó en su sacra cuna. Ávido de carne,
saltó fuera de la sala fragante hacia una atalaya, meditando en
su mente un excelso engaño, como los que disponen los salteadores
en la hora de la negra noche.
El Sol se hundía bajo la tierra, en el Océano
con sus corceles y el carro, cuando Hermes llegó a la carrera a
los umbrosos montes de Pieria. Allí las divinas vacas de los dioses
bienaventurados ocupaban su establo paciendo en prados encantadores, jamás
segados. De entre ellas entonces el hijo de Maya, el vigilante Argicida,
separó del rebaño cincuenta vacas de fuerte mugido. Las arreaba,
descarriadas, por el terreno arenoso, trastocando sus huellas. Pues no
se olvidaba de su habilidad para engañar, cuando ponía del
revés las pezuñas; las de delante, atrás, y las de
atrás, delante, y él mismo caminaba de frente.
Unas sandalias se tejió en seguida sobre las arenas
de la mar, con mimbre, impensables e inimaginables, obra prodigiosa, añadiéndoles
tamarices y ramas de mirto.
Una vez que hubo gavillado una brazada de ramas lozanas,
ató firmemente bajo sus pies las ligeras sandalias con la misma
hojarasca que el ilustre Argicida había arrancado para encubrir
su ruta desde Pieria, como el que se apresura por un largo camino usando
sus propios recursos.
Lo vio un anciano que aparejaba su floreciente viña,
cuando se dirigía hacia el llano a través de Onquesto, que
brinda lechos de hierba.
Le dirigió primero la palabra el hijo de la gloriosa
Maya:
-- Anciano cargado de hombros que escardas tus plantas.
Sin duda andarás sobrado de vino cuando todas estas produzcan. En
cuanto a ti, aunque lo hayas visto, haz como si no lo hubieses visto, y
aunque hayas oído, sé sordo, y calla, no sea que lo tuyo
sufra algún daño.
Mientras decía esto seguía arreando, reunidas,
las poderosas cabezas de las vacas.
Muchos montes umbrosos, valles sonoros y llanuras florecidas
atravesó el ilustre Hermes. Su lóbrega cómplice, la
divina noche, tocaba casi a su fin y sobrevenía de prisa la menestral
aurora. Acababa de subir a su atalaya la divina Luna, la hija de Palante,
el soberano de excelsos pensamientos, cuando el audaz hijo de Zeus arreó
sobre el río Alfeo las vacas de ancha testuz de Febo Apolo. Infatigables,
llegaron al establo de elevado techo y a los abrevaderos, frente a una
excelente pradera.
Allí, cuando, hubo apacentado bien de hierba a
las vacas de fuerte mugido y las hubo arreado, reunidas, al establo, mientras
ramoneaban el trébol y la juncia bañada de rocío,
recopiló muchos maderos y ejercitó el arte del fuego. Tras
tomar una espléndida rama de laurel, la hizo girar en una de granado
apretada en su palma y exhaló una ardiente vaharada.
Hermes en efecto inventó por primera vez los enjutos
y el fuego. Tomando muchos leños secos, los amontonó apretados,
abundantes, en un hoyo soterraño. Centelleó la llama lanzando
a bastante distancia un soplo de fuego terriblemente abrasador.
Mientras avivaba el fuego la fuerza del ilustre Hefesto,
arrastró puertas adentro dos vacas mugidoras de torcidos cuernos,
junto al fuego. Su fuerza era mucha. A ambas las derribó al suelo
de espaldas, jadeantes, e inclinándose, las hizo rodar, punzándoles
los meollos.
Empalmaba tarea con tarea, tajando las carnes pingües
de grasa. Asaba a la vez, ensartados en espetones de madera, trozos de
carne, el lomo, ración que honra, y la negra sangre aprisionada
en las vísceras. Todo aquello quedó allí, en su sitio.
En cuanto a las pieles, las tendió sobre una aspérrima roca.
Aún ahora después de eso, al cabo de mucho tiempo siguen
allí, pese al incalculable tiempo transcurrido. Pero luego Hermes
de alegre talante sacó los pingües frutos de su tarea sobre
una laja lisa y trinchó doce pedazos adjudicados por suerte e hizo
de cada uno un honor perfecto.
Fue entonces cuando el glorioso Hermes anheló el
rito de las carnes. Pues el aroma lo desasosegaba, aun tratándose
de un inmortal, de dulce que era. Pero ni así se dejó convencer
su audaz ánimo, por más que lo deseaba, para hacerlo pasar
por su sacro gaznate sino que depositó en el establo de elevado
techo las grasas y las abundantes carnes y las colgó luego en alto,
como conmemoración de su latrocinio recién cometido. Tras
colocarles encima leños secos, consumió bajo la llamarada
del fuego las patas enteras y las cabezas enteras. Y cuando hubo cumplido
todo como era debido, el dios arrojó sus sandalias en el vorticoso
Alfeo, apagó las brasas y echó arena sobre la negra ceniza
hasta el final de la noche. Hermosa brillaba sobre él la luz de
la Luna.
Luego llegó en seguida a las divinas cumbres de
Cilene, mañanero, y no se lo encontró en el largo camino
ninguno de los dioses bienaventurados ni de los mortales hombres. Ni siquiera
aullaron los perros. El raudo Hermes, hijo de Zeus, pasó al sesgo
a través de la cerradura de la sala, semejante al aura otoñal,
como niebla. Se encaminó en derechura al espléndido santuario
de la caverna moviendo quedo los pies. Pues no hacía ruido como
cuando se anda sobre el suelo. Raudamente se metió en la cuna el
glorioso Hermes y yacía envuelto con pañales en torno a sus
hombros, como un niño pequeño, jugueteando entre sus manos
con el lienzo alrededor de sus rodillas y manteniendo la encantadora tortuga
a la izquierda de su mano. Mas no le pasó inadvertido el dios a
la diosa, su madre. Y ella le dijo estas palabras:
-- ¿Y tú, qué, taimado? ¿De
dónde vienes aquí en medio de la noche, vestido de desvergüenza?
Ahora estoy segura de que tú atravesarás el vestíbulo
muy pronto, cargado de irrompibles ataduras, por las manos del hijo de
Leto, en vez de andar como un salteador, robando de vez en cuando por los
valles. ¡Vuélvete por donde has venido! ¡Tu padre engendró
un gran tormento para los hombres mortales y los dioses inmortales!
A ella le respondió Hermes con astutas palabras:
-- Madre mía, ¿por qué intentas amedrentarme
como a un crío pequeño, que conoce muy pocas maldades en
su mente y, asustadizo, teme las riñas de su madre? Yo en cambio
me consagraré al mejor oficio, cuidando constantemente como un pastor
de mí y de ti. Y no nos resignaremos a permanecer aquí ambos,
los únicos entre los dioses inmortales sin ofrendas y sin plegarias,
como tú sugieres. Es mejor convivir por siempre entre los inmortales,
rico, opulento, sobrado de sementeras, que estar sentado en casa, en la
brumosa gruta. En cuanto a la honra, también yo conseguiré
el mismo rito que Apolo. Y si no me lo concediera mi padre, yo mismo intentaré,
que puedo, ser el caudillo de los salteadores. Y si me sigue la pista el
hijo de la muy gloriosa Leto, creo que se encontrará con otra cosa,
y de más envergadura. Pues iré a Pitón, para allanar
su vasta morada. De allí saquearé en abundancia hermosísimos
trípodes y calderos, así como oro, y en abundancia, reluciente
hierro y mucho ropaje. Tú lo verás, si quieres.
Así conversaban entre ellos el hijo de Zeus egidífero
y la venerable Maya.
La Aurora mañanera, trayendo la luz a los mortales,
surgía del Océano de profunda corriente. Y Apolo llegó
en su marcha a Onquesto, encantadora arboleda consagrada al conductor del
carro subterráneo, el de poderoso bramido. Allí encontró
al anciano, aquel bruto que aparejaba junto al camino el cercado de su
viña. Le dirigió la palabra el primero el hijo de la gloriosísima
Leto:
-- Anciano que siegas las zarzas de la herbosa Onquesto.
Desde Pieria vengo aquí en busca de unas cabezas de ganado, todas
vacas, todas retorcidas de cuernos, de mi rebaño. El toro pastaba
solo aparte de los demás. Era negro y cuatro perros de feroz mirada
seguían tras él, puestos de acuerdo como personas. Esos se
quedaron allí, perros y toro, lo que realmente es una sorpresa.
Las vacas se fueron nada más ponerse el sol de un tierno prado,
de un dulce pasto. Dime, anciano ya ha mucho nacido, si es que viste a
un varón que recorría el camino de estas vacas.
Contestándole dijo el anciano estas palabras:
-- Amigo mío, ardua cosa es decir todo cuanto podría
verse con los ojos, pues muchos viandantes recorren el camino. Unos, proponiéndose
maldades sin cuento, otros, cosas extraordinariamente buenas, van y vienen
y difícil es conocer a cada uno. Por mi parte, yo estuve todo el
día hasta la puesta de sol cavando en la colina del viñedo,
tierra de vides, pero a un muchacho sí que me pareció verlo,
noble amigo, pero con seguridad no lo sé; aquel muchacho acompañaba
unas vacas de hermosa cornamenta. Era pequeño, llevaba una varita
y caminaba en zigzag. Pero las llevaba hacia atrás y tenía
sus cabezas vueltas hacia él.
Así dijo el anciano, y el dios, al oír sus
palabras, siguió su camino más aprisa. Vio un ave de presa
de extensas alas y al punto supo que el ladrón era el hijo de Zeus
Cronión. Así que se lanzó impetuosamente el soberano
hijo de Zeus, Apolo, hacia la sacra Pilos, en busca de sus vacas de tortuoso
caminar, cubierto en sus anchos hombros por una oscura nube. Descubrió
sus huellas el Certero flechador y dijo estas palabras:
-- ¡Ah! ¡Qué gran maravilla es ésta
que veo con mis ojos! Estas son las huellas de las vacas de recta cornamenta,
pero están dirigidas en sentido contrario hacia el prado de asfódelo.
Mas las pisadas no son de varón ni de mujer, ni de grisáceos
lobos, ni de osos, ni de leones. Ni siquiera creo que sean de un centauro
de velludo cuello, quienquiera que sea el que da unas zancadas tan monstruosas
con sus rápidos pies. Terribles son las de un lado del camino, y
más terribles aún las del otro lado.
Diciendo esto se lanzó el soberano hijo de Zeus,
Apolo, y llegó al monte de Cilene cubierto de vegetación,
a la muy umbrosa cavidad de la roca donde la Ninfa inmortal había
parido al hijo de Zeus Cronión. Una encantadora fragancia se esparcía
por la sacra montaña, y muchas ovejas de ahusadas patas pacían
la hierba. Allí fue donde franqueó presuroso el pétreo
umbral, hacia la nebulosa gruta, el propio Certero flechador, Apolo.
Cuando el hijo de Zeus y Maya vio encolerizado por sus
vacas al Certero flechador Apolo, se hundió entre sus perfumados
pañales y, como cubre la ceniza de leña muchas brasas de
los tueros, así se escondía Hermes al ver al Certero flechador.
En pocos instantes ovilló su cabeza, manos y pies, como un niño
recién bañado que reclama el dulce sueño, mas realmente
estaba despierto y tenía la tortuga bajo el sobaco.
Reconoció, y no se equivocó, el hijo de
Zeus y Leto, a la bellísima Ninfa montaraz y a su hijo, un niño
pequeño que se cubría con engañosas mañas.
Mirando en derredor cada rincón de la espaciosa morada, tomó
la reluciente llave y abrió tres estancias llenas de néctar
y de encantadora ambrosía. Mucho oro y plata había dentro,
y muchos vestidos de la Ninfa, de púrpura y blancos, como los que
albergan las sacras moradas de los dioses bienaventurados. Una vez que
hubo examinado los rincones de la espaciosa morada el hijo de Leto, le
dirigió la palabra al glorioso Hermes:
-- Niño que estás tendido en la cuna, confiésame
el paradero de las vacas, de prisa, porque rápidamente ambos disputaremos
y no de forma cortés, pues te cogeré y te arrojaré
al nebuloso Tártaro, a la tiniebla malhadada y sin salida, y ni
tu madre ni tu padre te sacarán de nuevo a la luz, sino que vagarás
bajo tierra, acaudillando humanas pequeñeces.
Hermes le respondió con astutas palabras:
-- ¡Hijo de Leto! ¿Qué crueles palabras
son éstas que me has dirigido? ¿Y qué es eso de que
vienes aquí en busca de tus camperas vacas? No las vi, no me enteré
de ello, ni oí el relato de otro. Ni podría denunciarlo,
ni podría ganarme siquiera una recompensa por la denuncia. Tampoco
tengo el aspecto de un varón robusto, como para ladrón de
vacas. Ese no es asunto mío. Antes me interesan otras cosas: me
interesa el sueño, la leche de mi madre, tener pañales en
torno a mis hombros y los baños calientes. ¡Que nadie sepa
de dónde se produjo esta disputa! Sin duda sería un gran
motivo de asombro entre los inmortales que un niño recién
nacido atravesara la puerta de la casa con camperas vacas. Lo que dices
es un disparate. Nací ayer. Mis pies son débiles y bajo ellos
la tierra, dura. Mas si quieres, pronunciaré el gran juramento por
la cabeza de mi padre. Aseguro que ni yo mismo soy el culpable, ni vi a
otro ladrón de tus vacas, cualesquiera que sean las vacas ésas.
Sólo he oído lo que se cuenta de ello.
Así habló, y lanzando miradas rápidas
de sus párpados, zarandeaba sus cejas mirando aquí y allá
y dando grandes silbidos como el que oye palabras sin importancia.
Sonriendo dulcemente le dijo el Certero Apolo:
-- ¡Buena pieza! ¡Embaucador, marrullero!
En verdad estoy seguro de que muchas veces, tras forzar por la noche casas
bien pobladas, dejarás a más de un hombre en el puro suelo,
llevándote sus enseres por la casa sin ruido, por la manera en que
hablas. Asimismo afligirás a muchos camperos pastores en las gargantas
del monte cuando, deseoso de carne, vayas al encuentro de las manadas de
vacas y rebaños de ovejas. Pero ¡ea!, para que no duermas
el último y postrero sueño, ¡baja de tu cuna, camarada
de la negra noche! Pues sin duda ese privilegio tendrás en el futuro
entre los inmortales: ser llamado por siempre Cabecilla de los Ladrones.
Así dijo y, tomando al niño, lo llevaba
Febo Apolo. Entonces, el poderoso Argicida dejó ir intencionadamente
un presagio mientras era llevado en brazos, un insolente servidor de su
vientre, un descomedido mensajero. Inmediatamente después de ello,
estornudó. Lo oyó Apolo y soltó de sus manos a tierra
al glorioso Hermes. Se sentó delante de él y, aun ansioso
de continuar el camino como estaba, en son de burla le dirigió estas
palabras a Hermes:
-- ¡Ánimo, niño de pañales,
hijo de Zeus y Maya! Encontraré después las poderosas testuces
de mis vacas, incluso con estos presagios, y tú por tu parte, guiarás
mi camino.
Así dijo, y se puso en pie raudamente Hermes Cilenio,
caminando con premura. Con sus manos se echaba sobre ambas orejas el pañal
que envolvía sus hombros, y dijo estas palabras:
-- ¿Por dónde me llevas, Certero, el más
violento de los dioses todos? ¿Acaso me provocas, encolerizado en
tal medida por culpa de tus vacas? ¡Ay!, ¡ojalá pereciera
la raza de las vacas! Pues yo al menos no robé tus vacas, ni vi
a otro, cualesquiera que sean las vacas ésas. Sólo he oído
lo que se cuenta de ello. Dame reparación, o recíbela, en
presencia de Zeus Cronión.
Mas cuando hubieron cuestionado cada detalle cuidadosamente,
Hermes el ovejero y el ilustre hijo de Leto, marchaban con intenciones
diferentes (el uno hablaba con franqueza y no injustamente tenía
prisionero por causa de sus vacas al glorioso Hermes, mientras que éste,
el Cilenio, con sus añagazas y ladinas palabras quería engañar
al del Arco de Plata): pero ahora, por muy astuto que fuese, se había
encontrado con otro lleno de recursos; caminaba raudamente luego por la
arena, delante, y detrás iba el hijo de Zeus y Leto.
En seguida llegaron a la cima del Olimpo, fragante de
incienso, ante el padre Cronión, los hermosísimos hijos de
Zeus, pues allí se hallaba para ambos la balanza de la justicia.
Un rumor de conversaciones llenaba el Olimpo nevado. Los
imperecederos inmortales se reunían desde la aurora de flores de
oro. Se detuvieron Hermes y Apolo, el del Arco de Plata, ante las rodillas
de Zeus. Y éste, Zeus, el que truena en lo alto, interrogó
a su ilustre hijo y le dijo estas palabras:
-- Febo, ¿de dónde nos traes esta grata
presa, un niño recién nacido que tiene el porte de un heraldo?.
¡Serio es este asunto que llega ante la asamblea de los dioses!
Le respondió entonces Apolo, el Certero Soberano:
-- Padre, en seguida vas a oír un relato, y no
sin importancia, tú que me injurias en la idea de que sólo
yo soy amante del botín. Encontré un niño, este agudo
saqueador, en los montes de Cilene, tras haber recorrido gran parte del
país, falaz como yo al menos nunca vi a otro de los dioses ni de
cuantos hombres embaucadores hay sobre la tierra. Tras robarme del prado
mis vacas, se fue arreándolas al atardecer, por la orilla de la
mar muy bramadora, encaminándolas en derechura hacia Pilos. Las
huellas eran dobles, desmesuradas, como para admirarse, y obra de una ilustre
divinidad. En cuanto a estas vacas, el negro polvo que conservaba sus huellas
las mostraba en dirección al prado de asfódelo. Y él
mismo, inaccesible, sin que nada se pudiera contra él, no caminaba
ni sobre sus pies, ni a gatas por la región arenosa, sino que, con
otra ocurrenda, trazaba huellas ambiguas, y tal como si alguien anduviera
sobre árboles jóvenes.
Mientras caminó por la región arenosa, todas
sus huellas se destacaban con facilidad en el polvo. Pero cuando hubo atravesado
el gran sendero de arena, se hizo en seguida invisible el rastro de las
vacas y el suyo, por un terreno duro. Sin embargo, lo vio un hombre mortal,
cuando arreaba en derechura hacia Pilos la raza de las vacas de ancha testuz.
Mas una vez que las hubo encerrado con tranquilidad y hubo acabado el escamoteo
de una parte a otra del camino, se echó en la cuna, semejante a
la negra noche, en la brumosa gruta, en tinieblas, y ni siquiera un águila
de aguda visión lo habría descubierto. Se frotaba continuamente
con sus manos los ojos, tratando de disimular su astucia. Él mismo
luego me dijo claramente estas palabras: "No las vi, no me enteré
de ello, ni oí el relato de otro. Ni podría denunciarlo,
ni podría ganarme siquiera una recompensa por la denuncia".
Después de que hubo hablado así, se sentó
Febo Apolo. Hermes pronunció otro discurso entre los inmortales
y se dirigió hacia el Cronión, soberano de los dioses todos:
-- Zeus padre, sin duda que te diré la verdad,
pues soy franco y no sé mentir. Llegó a mi casa en busca
de las vacas de tortuoso paso hoy, nada más salir el sol, y no llevaba
consigo ni testificante ni testigo de vista de los dioses inmortales. Me
instaba a confesar bajo violenta coacción. Muchas veces me amenazaba
con arrojarme al ancho Tártaro, porque él posee la tierna
flor de la juventud ganosa de gloria y yo en cambio nací ayer (y
eso lo sabe también él mismo), sin que tenga tampoco el aspecto
de un varón robusto como para ladrón de vacas. Créeme,
pues te glorías de ser mi padre, que no me llevé las vacas
a casa (¡ojalá fuera yo rico!) ni atravesé el umbral.
Lo declaro sinceramente. Mucho reverencio al Sol y a los demás dioses;
a ti, te quiero, y a él le tengo un respetuoso temor. También
tú sabes que no soy culpable, así que pronunciaré
un gran juramento. ¡No, por estos pórticos hermosamente adornados
de los inmortales! Yo un día le haré pagar con creces su
implacable rapto, por fuerte que sea. ¡Pero tú protege a los
más jóvenes!
Así habló guiñando los ojos el Cilenio
Argicida. Sostenía el pañal con el brazo y no lo soltaba.
Zeus se echó a reír de buena gana al ver
al niño bribón que negaba con habilidad y experimentadamente
el asunto de las vacas. Ordenó que ambos, teniendo un ánimo
concorde, emprendieran la búsqueda y que Hermes el mensajero guiara
y señalara, sin dobleces de pensamiento, el lugar en donde había
escondido las vigorosas testuces de las vacas. El Crónida hizo una
señal con su cabeza y obedeció el ilustre Hermes, pues fácilmente
se hacía obedecer la mente de Zeus egidífero.
Apresurándose ambos, los hermosísimos hijos
de Zeus se encaminaron a Pilos, la arenosa, sobre el vado del Alfeo y llegaron
a los campos y al establo de elevado techo, donde medraba el ganado en
las horas de la noche. Hermes entró allí luego en la rocosa
gruta y sacó a la luz las poderosas testuces de las vacas, y el
hijo de Leto, que miraba desde lejos, vio las pieles de vaca sobre una
roca inaccesible y en seguida le preguntó al glorioso Hermes:
-- ¿Cómo pudiste, bribón, degollar
dos vacas, siendo un recién nacido y pequeño? Yo mismo me
inquieto de tu fuerza en el futuro. Es preciso que no crezcas mucho más,
Cilenio, hijo de Maya.
Así dijo y con sus manos le echó alrededor
fuertes ataduras de sauzgatillo. Pero éstas en seguida echaban raíces
bajo sus pies en tierra allí mismo, como acodos, entramadas con
facilidad entre ellas y sobre todas las camperas vacas, según designios
de Hermes el disimulador. Apolo quedó atónito al verlo. Entonces
el poderoso Argicida miró de soslayo a tierra, ansioso por ocultar
su mirada de fuego.
Al gloriosísimo hijo de Leto, al Certero flechador,
lo aplacó con gran facilidad, como quería, aun cuando era
poderoso. La lira, a la izquierda de su mano, la tentaba con el plectro
cuerda a cuerda. Al toque de su mano sonó prodigiosamente. Se echó
a reír Febo Apolo regocijado y en su fuero interno penetró
el encantador sonido de la música sobrenatural y se adueñó
de él, de su corazón, un dulce deseo mientras lo oía.
Tañendo deliciosamente su lira se paró el hijo de Maya, confiado
ya, a la izquierda de Febo Apolo y, en seguida, tañendo sonoramente
su cítara, entonó su canto a modo de preludio y lo acompañaba
su voz encantadora, celebrando a los dioses inmortales y a la tierra tenebrosa,
cómo se originaron en un principio y cómo obtuvo su parte
cada uno. Honró con su canto de entre los dioses primero a Mnemósine,
madre de las Musas, pues ella tenía bajo su tutela al hijo de Maya.
Y de acuerdo con su edad y cómo nació cada uno, honró
a los dioses inmortales el ilustre hijo de Zeus, narrándolo todo
con orden y tañendo la cítara sobre su brazo. A Apolo un
incontenible deseo se le apoderó del ánimo en su pecho. Y
dirigiéndose a él, le dijo en aladas palabras:
-- Matarife, esforzado marrullero, camarada del banquete.
Estás interesado por una cosa que vale por cincuenta vacas; creo
que dirimiremos tranquilamente nuestras diferencias desde hoy. Mas ahora
dime, versátil hijo de Maya, ¿acaso te acompañaron
desde tu nacimiento estas prodigiosas habilidades o alguno de los inmortales
o de los hombres mortales te concedió este excelente don y te enseñó
el canto divino? Maravilloso es este son recién aparecido que escucho.
Aseguro que no lo ha aprendido ninguno de los varones ni de los inmortales
que poseen olímpicas moradas, fuera de ti, salteador, hijo de Zeus
y Maya. ¿Qué habilidad es esta? ¿Qué música
de irresistibles preocupaciones? ¿Cuál es el camino hacia
ella? Pues francamente es posible obtener tres cosas a la vez: alegría,
amor y dulce sueño. También yo, en efecto, soy compañero
de las Musas del Olimpo a las que atraen los coros y la espléndida
ruta del canto, la floreciente cadencia y el deseable clamor de las flautas.
Pero pese a todo, jamás otra cosa atrajo tanto a mi ánimo
entre las diestras habilidades de los jóvenes en los banquetes.
Te admiro, hijo de Zeus, por eso. ¡Con qué
encanto tañes la cítara! Ahora, puesto que, con lo pequeño
que eres, ya concibes gloriosas ocurrencias, siéntate, amigo, y
atiende con tu ánimo a quienes son mayores que tú. Pues de
hecho habrá para ti gloria entre los dioses inmortales. Para ti
mismo y para tu madre. Eso te lo diré francamente. Sí, por
esta lanza de madera de cornejo, yo te sentaré sin duda entre los
inmortales como glorioso y próspero guía, te obsequiaré
espléndidos presentes y no te engañaré al final.
Hermes le respondió con astutas palabras:
-- Me interrogas, Certero, con habilidad. Pero yo no rehúso
en absoluto que accedas a mi destreza. Hoy mismo la conocerás. Quiero
ser amistoso contigo tanto de intención como de palabra. Tú
en tu fuero interno todo lo conoces bien. Pues te asientas el primero entre
los inmortales, hijo de Zeus, valeroso y fuerte. Te ama el prudente Zeus
con toda justicia y te ha proporcionado espléndidos presentes y
honras. Dicen que tú, Certero, aprendiste de la profética
voz de Zeus los oráculos. Pues de Zeus vienen los vaticinios todos.
Que tú eres rico en ellos ahora, también yo mismo lo sé,
hijo. Y depende de tu arbitrio el aprender lo que desees.
Pero, puesto que tu ánimo se ve impulsado a tañer
la cítara, acompáñate, tañe la cítara
y, recibiéndola de mí, conságrate a estos júbilos.
Y tú, amigo, concédeme la gloria. Canta teniendo en las manos
esta compañera de voz sonora, que sabe expresarse con hermosura,
bien y según orden. En adelante llévala tranquilo al floreciente
banquete, a la danza encantadora y a la ronda ganosa de gloria, alegría
de la noche y del día. Si alguno la templa, instruido con habilidad
y práctica, con sus sones enseña toda clase de cosas gratas
al espíritu, tañida con facilidad tras delicadas experiencias
y huyendo de un penoso esfuerzo. Pero si alguno, inexperto, la tienta por
primera vez con violencia, no hará más que dar notas fuera
de tono en vano.
Depende de tu arbitrio el aprender lo que desees. De seguro
que te la regalaré, ilustre hijo de Zeus. Yo por mi parte, Certero,
por el monte y el llano nutridor de corceles llevaré a pastar a
los pastizales a las camperas vacas. Allí las vacas, uniéndose
a los toros, parirán en abundancia promiscuamente machos y hembras.
Ninguna necesidad hay de que, por muy ganancioso que seas, permanezcas
tan violentamente irritado.
Dicho esto, se la tendió. La aceptó Febo
Apolo y le puso en la mano a Hermes de buen grado un reluciente látigo
y le encomendó el pastoreo de sus vacas. Y lo aceptó el hijo
de Maya, gozoso. Tomando la cítara a la izquierda de su mano el
ilustre hijo de Leto, Apolo, el Certero Soberano, la tentaba con el plectro
cuerda a cuerda. Al toque de su mano sonó prodigiosamente y el dios
la acompañó con un hermoso canto.
Luego condujeron ambos las vacas hacia el sacratísimo
prado. Y ellos, los hermosísimos hijos de Zeus, se apresuraron de
vuelta hacia el muy nevado Olimpo, deleitándose con la forminge.
Se gozó, como es natural, el prudente Zeus, y los unió a
ambos en amistad. Así que Hermes conservó de continuo su
afecto al hijo de Leto, como todavía ahora. La prueba es que le
concedió al Certero flechador la cítara encantadora. Y él,
experto, la tañía sobre su brazo.
Mas luego a él mismo se le ocurrió el procedimiento
de otra sabiduría. Creó el sonido de las siringes, audible
de lejos. Entonces el hijo de Leto le dijo estas palabras a Hermes:
-- Temo, hijo de Maya, taimado mensajero, que me robes
la cítara a la vez que el curvado arco, pues tienes de Zeus el honor
de haber instituido los trueques entre los hombres en la tierra que a muchos
nutre. Pero si te avinieras a pronunciarme el gran juramento de los dioses,
o asintiendo con tu cabeza o sobre la poderosa agua de la Éstige,
todo lo que hicieras sería grato y querido a mi corazón.
Entonces el hijo de Maya, prometiéndolo, asintió
con la cabeza que no robaría nada de lo que el Certero flechador
poseyera ni siquiera se acercaría a su sólida morada. Así
que Apolo, el hijo de Leto, asintió con su cabeza en concordia y
amistad que ningún otro de entre los inmortales le sería
más querido, ni dios ni mortal prole de Zeus:
-- Haré un pacto perfecto entre los inmortales
y a la vez de entre todos fiadero en mi corazón y honrado. Mas luego
te daré una hermosísima varita de abundancia y riqueza, de
oro, de tres hojas, que te conservará sano y salvo, llevando a cumplimiento
todos los decretos de palabras y de buenas obras cuantos aseguro haber
aprendido de la profética voz de Zeus.
Mas la adivinación, queridísimo vástago
de Zeus, por la que me preguntas, es palabra divina el que no la aprenda
ni siquiera otro de los inmortales. Eso lo conoce la inteligencia de Zeus.
Pero yo al menos asentí con la cabeza, garantizándolo, y
pronuncié un gran juramento; que ningún otro de los dioses
imperecederos, fuera de mí, conocería la perspicaz determinación
de Zeus. Así que tú, hermano de la áurea varita, no
me instes a revelar las palabras divinas cuantas medita Zeus, cuya voz
se oye a lo lejos.
De los hombres dañaré a uno, beneficiaré
a otro, pastoreando las múltiples estirpes de los hombres no dignos
de envidia. De mi profética voz se beneficiará cualquiera
que llegue, según el canto y el vuelo de las aves oraculares. Ése
se beneficiará de mi profética voz y no lo engañaré.
Pero el que, fiado en las aves de falibles augurios, quiera interrogar
el oráculo en contra de nuestra voluntad y entender más que
los dioses que por siempre existen, lo aseguro, hace su camino en balde
y yo no aceptaré sus ofrendas.
Te diré otra cosa, hijo de la gloriosísima
Maya y de Zeus egidífero, raudo démon de los dioses. Hay
unas venerables muchachas, hermanas de nacimiento, que se ufanan de sus
raudas alas. Son tres y, con la cabeza cubierta de blanco polen, habitan
su morada al pie de la garganta del Parnaso. Son maestras, por su cuenta,
de una adivinación a la que, aún de niño, me dedicaba
con mis vacas. Mi padre no se preocupaba de ello. Desde allí luego,
volando de una parte a otra, se nutren de los panales y dan cumplimiento
a todas las cosas. Cuando, nutridas de rubia miel, entran en trance, consienten
de buen grado en profetizar la verdad. Pero si se ven privadas del dulce
manjar de los dioses, mienten entonces agitándose unas a otras.
En adelante te las concedo. Y tú, interrogándolas sinceramente,
regocija tu mente. Y si conocieras a algún varón mortal,
a menudo podría oír tu profética voz, si tiene esa
suerte. Ten eso, hijo de Maya, y apacienta las camperas vacas de tortuoso
paso, los corceles y los mulos sufridos para el trabajo.
A HERMES
Canto
a Hermes el Cilenio, el Argicida, que tutela Cilene y Arcadia, pródiga
en rebaños, raudo mensajero de los inmortales, al que parió
Maya, la hija de Atlante, tras haberse unido en amor a Zeus, ella, la diosa
venerable.
Esquivaba la compañía de los dioses bienaventurados,
habitando en una muy umbría gruta. Allí el Cronión
solía unirse con la Ninfa de hermosos bucles en la oscuridad de
la noche, mientras el dulce sueño retenía a Hera, la de níveos
brazos, y pasaba inadvertido a los dioses inmortales y a los hombres mortales.
Así que te saludo a ti también, hijo de
Zeus y Maya, que yo, una vez que haya comenzado por ti, pasaré a
otro himno.
¡Salve, Hermes, dispensador de alegría, mensajero,
dador de bienes!
Traducción:
Alberto B. Pajares, Biblioteca Clásica Gredos.
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