La editorial francesa Zodiaque (Saint-Léger, Vauban) publicó en 1972 el que probablemente sea el mejor libro actual sobre simbólica cristiana: Le monde des Symboles, con texto de Gérard de Champeaux y Dom Sébastien Sterckx O.S.B.; también ha publicado dos glosarios (diccionarios): Olivier Beigbeder: Lexique des symboles (1979, ed. italiana en Jaca Books, Milano 1988); Dom Melchior de Voguë y Dom Jean Neufville O.S.B: Glossaire de termes techniques (1989, impresos como los anteriores con la colaboración de los talleres de la Abadía de Sainte-Marie de la Pierre-qui-Vire, Yonne). Tema poco estudiado, el de los símbolos y su universalidad, de hecho ignorado, no sólo por los representantes de la jerarquía eclesiástica sino también por quienes bajo el lema "extra ecclesia nulla salus" pretenden que el esoterismo, el significado universal de los símbolos, es la propiedad de una institución como en este caso la católica que, de hecho, ignora los que le corresponden culturalmente y están en la esencia del Mensaje que la originó; o bien por individuos y grupos que, incapaces de superar lo dogmático y piadoso, invierten la naturaleza del símbolo reduciéndolo, por su ignorancia, al emblema de sus pequeños intereses de poder, como es el caso palmario de F. Schuon y sus acólitos y su deformación de la obra de René Guénon, temas hoy vinculados a proselitismos y fascismos de todo tipo, como no podía dejar de ser habida cuenta de esos postulados propios de todo fin de ciclo. El presente texto pertenece al cap. 2 de Introducción a los símbolos, traducción castellana publicada por Ed. Encuentro, Madrid 3º ed. 1992, en su colección Europa Románica (vol. 7), donde ha editado también el ya citado El léxico de los símbolos de O. Beigbeder, autor igualmente de La Symbolique (P.U.F. París, 8º ed. 1995), cuya lectura, así como la de Marie-Madeleine Davy (Initiation médiévale: la philosophie au douziéme siécle, Albin Michel, París 1980, en castellano: Introducción a la simbología románica, Akal, Madrid 1996, El hombre interior y sus metamorfosis, Gaia, Barcelona 1985), la de Maryvonne Perrot (Le Symbolisme de la Roue, Les Ed. Philosophiques, París 1980), y por cierto también Lanza del Vasto (La peregrinación a las fuentes, Seix Barral, Barcelona 1997), y los testimonios de Charbonneau-Lassay (El Bestiario de Cristo, 2 vol., Ed. Olañeta, Palma de Mallorca 1996-97), junto con otros autores que si Dios quiere seguiremos editando, posee una proyección que pensamos de largo alcance a la par que constituye un mensaje muy potente para quien esté destinado a recibirlo, dado el material que manejamos y vamos periódicamente publicando. J.M.R. 
Antología de Textos Herméticos
FIGURAS SIMPLES
GERARD DE CHAMPEAUX y DOM SEBASTIEN STERCKX
El centro  
Tendremos que volver repetidas veces sobre el simbolismo del centro. Por eso, vamos a limitarnos aquí a algunas observaciones indispensables para comprender bien el carácter correlativo de los símbolos del círculo, del cuadrado y de la cruz.  

Como una piedra caída en el centro de un estanque, a partir de la cual nacen y se desarrollan ondas concéntricas que comunican el movimiento original hasta el horizonte de lo creado, el Centro es ante todo el Principio. La estrella polar nos ofrece la expresión natural más clara de este simbolismo (foto 2). Como se sabe, el cielo es para los Antiguos un mar constituido por lo que llaman las aguas superiores, y las cosmogénesis comienzan por el elemento acuoso (foto 6). La Polar señala el punto principal del océano celeste, del que el mundo de aquí abajo no es sino una franja exterior y la última creada. Ella es el centro más importante a partir del cual todo fue hecho; el punto indiviso, sin forma ni dimensión, imagen perfecta de la unidad primigenia y final, en la que todas las cosas tienen comienzo y consumación, porque todas vuelven a aquél que las hizo y que no puede asignarlas otro fin que su propia perfección absoluta (fig. 157). Por irradiación, este punto de origen produce todos los seres como la cifra unidad produce todos los números. En este caso, existe semejanza entre el simbolismo geométrico y el aritmético; ambos son igualmente aptos para traducir los simbolismos cósmicos de la expansión creadora; ésta revela uno de los aspectos esenciales del misterio divino. Una misma realidad puede tener símbolos en órdenes diferentes y con frecuencia complementarios desde el punto de vista del observador. El punto central, es el Ser puro, el Absoluto, el Trascendente. Se difunde en el espacio-tiempo, que no es otra cosa que la irradiación de este Absoluto; sin esta referencia de naturaleza, el espacio-tiempo no sería más que privación, la nada del caos mítico. El espacio-tiempo es el substrato consistente del universo.  

El círculo  
El círculo es el segundo símbolo fundamental. Las estrellas circumpolares dibujan incesantemente su figura sagrada en el cielo, y más aún en el psiquismo de quienes le observan (foto 2). En torno a la Estrella fija, el círculo fijo de cada estrella aparece como la primera manifestación del Punto primordial. El círculo es primeramente un punto desarrollado; participa de su perfección (foto 6). Por eso, el punto y el círculo tienen propiedades simbólicas comunes: perfección, homogeneidad, ausencia de distinción o de división. Si en esto no es necesario insistir, en cambio, nunca se repetirá bastante que tal simbolismo carece de valor hasta tanto no haya sido objeto de una auténtica experiencia humana, lo que nada tiene que ver con una enumeración de nociones abstractas. Entonces, y sólo entonces, nos maravillamos de la intensidad de lo sagrado, que emana de todas las formas circulares que encontraremos en este estudio.  

El círculo puede también simbolizar, no sólo las perfecciones ocultas del Punto primordial, sino sus efectos creados; dicho de otro modo, el mundo en cuanto se distingue de su Principio. Los círculos concéntricos representan los grados de ser, las jerarquías creadas que constituyen la manifestación universal del Ser único y No-Manifestado. En todo esto, el círculo está considerado en su totalidad indivisa.  

Por el contrario, si distinguimos en la circunferencia uno o varios puntos, nos vemos arrastrados hacia el movimiento circular (fotos 4 y 5; 6 y 13), tan bien revelado por los astros, que son puntos luminosos que giran en redondo. Contrariamente a los otros movimientos (rectilíneo, sinusoidal, desordenado ... ) éste es perfecto, inmutable, sin comienzo ni fin, ni variaciones; lo que le habilita para simbolizar el tiempo. Este se define como una sucesión continua e invariable de instantes idénticos unos a otros.  

En el orden de las estructuras cósmicas, el círculo simbolizará fácilmente el cielo (fig. 12; foto en color p. 81), cuya característica más expresiva es, como hemos visto, el movimiento circular e inalterable. Es significativo que la palabra latina coelum designe a la vez el cielo, el firmamento y la forma circular. Círculo, tiempo y cielo se comunican por su aspecto de perfección, que hace que les consideremos respectivamente como punto, eternidad y trascendente, es decir, lo totalmente otro al mundo corruptible terrestre.  

Desde otro punto de vista, el círculo puede revestir valores de imperfección. Se convierte en rueda; piénsese en la línea ondulante de la sinusoide que, incansablemente, sube y baja, al avanzar. La rotación de la rueda engendra los ciclos, las repeticiones, las renovaciones. Rueda y línea ondulada se prestan a los simbolismos de la creación continua (fig. 8). Nos hallamos entonces en el orden del devenir, de lo mudable, de lo perecedero, de lo creado, de lo dependiente. Los arquitos imbricados caracterizan a los ciclos del tiempo terrestre (foto 118). No es a la eternidad radiante, sino al tiempo desgastador e inexorable al que tendremos que poner de nuestra parte o incluso exorcizar, para salir de las ataduras terrestres. En cuanto al cielo, se presenta entonces en su indestructible relación con la tierra que de él emana; es el modelo que, de algún modo, encierra en estado preexistente los devenires del mundo de aquí abajo. Porque necesariamente tenemos que ser breves, apenas si vamos a hablar en esta obra de lo que se refiere al círculo en cuanto ciclo, rueda y devenir.  

Por el contrario, no podemos pasar por alto la espiral: uno de los símbolos cuyo análisis resulta más desalentador... Demasiado claro y demasiado misterioso para dejarse expresar en juegos conceptuales, exige que se le contemple y se le experimente en silencio, más allá de las palabras. Emanación, extensión, desarrollo, continuidad cíclica, pero progresiva, rotación creacional (fotos 8 y 10)... la espiral sugiere o, mejor, es todo eso. Manifiesta la aparición del movimiento circular que surge del punto original. La espiral mantiene y prolonga este movimiento hasta el infinito; es el tipo de líneas continuas que unen incensantemente las dos extremidades del devenir. El disco de bronce de Somerset, Condado de Galway (edad del hierro antiguo), confunde por su increíble perfección (foto 11).  

En el orden de las figuras cruciformes, la espiral tiene su correspondiente en la swástica, uno de los símbolos más ricos, que adoptaron como emblema principal innumerables civilizaciones. La swástica simboliza el eje vertical de una noria de cuatro brazos, cuyo movimiento de rotación está expresado por la vuelta de cada uno de los brazos, como otras tantas cintas flotando al viento, o de pies que imprimen el impulso motor. Las fotos 7 y 8 muestran la continuidad imaginaria de la swástica y de la espiral, y de qué modo la percepción simbólica juega a interpenetrarlas. Muestran incluso los recursos decorativos que estos símbolos puros ofrecen al arte sacro.  

Los cristos románicos están concebidos con frecuencia en torno a una espiral o a una swástica: estas figuras riman la actitud, ajustan los gestos, los pliegues de los vestidos. De esta forma se encuentra introducido de nuevo el viejo símbolo del torbellino creacional, en torno al que se escalonan las jerarquías creadas que de él emanan.  

La cruz y el cuadrado  
Los dos últimos símbolos fundamentales son la cruz y el cuadrado. Su correlación es tan estrecha, que es necesario estudiarlos juntos. Pero hemos de ir con mucho cuidado. Nos enfrentamos por primera vez con el más temible problema que plantea un estudio del simbolismo: el del paso de un símbolo a otro o, dicho de otro modo, del vínculo existente entre varios símbolos. El simbolismo no es lógico, no lo olvidemos nunca. Es pulsión vital, conocimiento instructivo; es una experiencia del sujeto total, que nace a su propio drama por el juego inasequible y complejo de los innumerables lazos que tejen su devenir al mismo tiempo que el del universo, al que pertenece y del que toma toda la materia de sus reconocimientos. Porque, finalmente, se trata siempre de nacer-con, poniendo el acento en este con, palabrita misteriosa en la que se concentra todo el misterio del símbolo... Sin embargo, caeremos inevitablemente en el peligro que nos proponemos evitar. Forzoso será que utilicemos para explicarnos -nuestra desgracia es no poder limitarnos a una iniciación que sería mera experiencia desintelectualizada- todo un material de conceptos, cuya ordenación y exposición no pueden prescindir de cierta abstracción, de una apariencia de sistema. Por lo menos no nos dejemos engañar, y esforcémonos siempre por volver a encontrar esa espontaneidad experimental, esa inocencia, estaba por decir ese estado nativo, que caracteriza a la mentalidad sacral del beduino contemplativo, cuyos ojos, ampliamente abiertos, ponen en comunicación dos mundos connaturales animados por los mismos ritmos: su mundo interior y el mundo exterior.  

En el alma de este ávido contemplativo del orden natural, los dos símbolos del centro y del círculo activan los dinamismos fundamentales que hemos intentado evocar. Tratemos de discernir el vínculo que percibe él entre el centro (o el círculo) y la cruz que lleva al cuadrado. Veremos que el símbolo cuadrangular nace al contacto de la perfección trascendente con lo creado contingente que ella engendra. Esto se impone con una intensidad existencial particular en el orden cósmico, al que nos vemos conducidos siempre.  

Mientras el beduino se deja absorber por la sola referencia a la Polar que lo atrae (foto 2), le es imposible conceder preferencia o distinguir a un punto cualquiera de los círculos astrales dibujados ante sus ojos. Por el contrario, desde el momento en que baja la vista hacia el horizonte para fijar en él su atención, desde el instante en que abandona la contemplación del Allá-Arriba trascendente y supratemporal para descender al Aquí-Abajo, las constelaciones que se interfieren con el horizonte entran en la historia: una historia que forma parte integrante de la suya. Lo celeste supratemporal viene a formar un todo con lo terrestre para trazar el paisaje en el que se desenvuelve la vida de los hombres; paisaje mítico y sagrado antes de ser cosmológico. Entonces comienza el tiempo contado, medido por las salidas y ocasos de los astros, verdaderas sincronías que hacen engranar la vida terrestre con el movimiento del cielo (fig. 9).  

Esta estricta interdependencia entre ambos mundos, celeste y terrestre, constituye uno de los fenómenos naturales más impresionantes. Cada día la salida y la puesta del sol, que llevan consigo las alternancias de la luz y de la oscuridad, del calor y del frío, ejercen profunda influencia en la vida vegetal y animal. Más aún: el sol, que cada mañana aparece en la misma dirección y que desaparece por el otro extremo, en dirección opuesta, que, en el transcurso de la jornada, culmina a mediodía y luego desciende por el lado contrario, describe en el espacio que habita el hombre cuatro direcciones principales, que son las cuatro grandes avenidas por las que adquiere conciencia de su dominio terrestre. La primera toma de conciencia del aquí-abajo-nacido-del cielo tiene lugar dentro del esquema imaginario general de esta cuaternidad. Retengamos bien esto. La razón está en que el hombre es un animal esencialmente orientado por su estructura tanto psíquica como orgánica y esquelética. Tiene una cara ventral y otra dorsal, una lateralidad derecha e izquierda. No puede hacer nada sin relacionar, al menos inconscientemente, su propia orientación con la del paisaje cósmico en el que inevitablemente ha de insertarse para ser él mismo y obrar. Así alcanza la plenitud de la animalidad sobre la que se fundará su actividad propiamente humana, es decir, informada por el espíritu. La manifestación que el sol hace de las cuatro direcciones contribuye a que el hombre se descubra a sí mismo y, conjuntamente, a la extensión espacial que, con él y en él, entra en la realidad.  
  
Se concibe, por tanto, la importancia del sol en la vida de la humanidad, y que muchas religiones le hayan podido tomar por un verdadero dios. Sin embargo, hay que procurar no conceder excesiva importancia al papel que desempeña. Quienes viven en contacto continuo con la naturaleza saben muy bien que, junto a este importante señor, entran en escena otros actores más discretos. Al ser menos llamativos, resultan más misteriosos. Los espíritus más profundos distinguen en ellos símbolos reveladores de misterios más insondables todavía. Mencionemos por ejemplo, de pasada, el lugar ocupado en tantas civilizaciones por la luna, cuyas fases coinciden tan extrañamente con los ciclos de la vegetación y con los ritmos de la fecundidad-tipo, que es la de la mujer.  

Sin embargo, los planetas se ven perjudicados por el carácter irregular de su carrera, comparado con el movimiento fundamental de la bóveda celeste; por eso no se les considera aptos para simbolizar la trascendencia que el hombre reclama ansiosamente. A fin de cuentas, es en el firmamento inmutable donde debe buscar las coordenadas ideales y ejemplares de su orientación terrestre. El sol se ve entonces reducido a desempeñar un papel decisivo, pero no el último, de cursor celeste: gigantesco foco luminoso que señala en el mapa de la bóveda estrellada los avatares cotidianos y estacionales del devenir histórico de nuestro aquí abajo. La contemplación concreta del firmamento nos lo ha mostrado: es él, el sol, el que por la conjunción de sus salidas y de sus ocasos ante tal o cual constelación, permite distinguir en el círculo de la banda zodiacal las cuatro constelaciones estacionales: Acuario, Tauro, Leo y Escorpión. A través de ellas, el círculo percibido en el cielo se relaciona con la cruz de orientación terrestre. Aun reconociéndole esto, no hay, sin embargo, que perder de vista el carácter limitado de su función. La orientación total del hombre exige más, a saber un triple acuerdo: la orientación del sujeto animal con relación a sí mismo, la orientación espacial con relación a los puntos cardinales terrestres y, finalmente, la orientación temporal con relación a los puntos cardinales celestes. La orientación espacial enlaza con el eje Este-Oeste señalado por las salidas y puestas del sol. La orientación temporal lo hace con el eje de rotación del mundo, a la vez Norte-Sur y Alto-Bajo. La intersección de estos dos ejes mayores produce la cruz de orientación total. La concordancia en el hombre de las dos orientaciones, animal y espacial, le pone en sintonía con el mundo terrestre inmanente; la de las tres orientaciones animal, espacial y temporal, con el mundo supra-temporal trascendente, por y a través de la envoltura terrestre.  

El ciclo cuaternario da a nuestro mundo físico su ritmo vital más importante, el ritmo de las estaciones; por ese motivo le caracteriza. Dicho ciclo cuaternario apareció en la banda de una figura circular (círculo zodiacal u horizonte), del que se distingue por una especie de emanación a partir de cuatro puntos principales (fig. 10); esta emanación se proseguirá por vía de subdistinción, subdividiéndose el cuaternario en 8, 12, 16, etc., y realizando así la rosa de los vientos de la que volveremos a hablar (fotos 13, 15 y 16). Ese proceso anuncia y realiza el paso del más-allá trascendente al aquí-abajo inmanente.  

Mediante una transición simbólica que refleja ya algo del misterio de la creación, se nos conduce, en primer lugar, a la toma de conciencia simultánea de dos direcciones vitales rectangulares, y de cuatro puntos diametralmente opuestos (foto 55); lo cual se puede evocar, aunque de manera muy abstracta, sobre el papel, mediante los símbolos de la cruz o del cuadrado que de ella deriva. Estos dos símbolos correlativos de la cruz y del cuadrado son universalmente reconocidos como símbolos perfectos de la tierra (fig. 11). Entendemos por tierra todo cuanto se opone a lo celeste trascendente; no habrá que olvidarlo nunca en lo sucesivo; no se trata en modo alguno de nuestro planeta opuesto al cielo sideral de nuestros físicos modernos. Para mayor claridad de la exposición y para adoptar la terminología usual, convendremos en que nos basta el símbolo del cuadrado para designar la tierra, reservando el de la cruz para otros aspectos intermedios, ya que el cuadrado es el término último del proceso de la cuadratura.  

La figura cuadrada, y más concretamente la escuadra, que es su elemento fundamental, materializa simbólicamente dos direcciones espaciales; es el sistema bien conocido de las coordenadas cartesianas. También simboliza el espacio, que es, por otra parte, una dimensión propiamente terrestre; el cielo es percibido inmediatamente corno inconmensurable, no-espacial.  

En cuanto al círculo, simboliza el cielo en sus relaciones con la tierra (fotos 15 y 16; figs. 11 y 12) incluso cuando se le considera en su aspecto trascendente (entonces significa el totalmente otro que la tierra, lo que implica otra referencia negativa a la tierra). La idea abstracta de trascendencia metafísica no se da en simbólica. La intuición concreta que de ella se puede tener sólo adquiere sentido desde el simbolismo negativo: lo cual es infinitamente distinto de lo terrestre porque lo sobrepasa infinitamente. En semejante contexto, el círculo simboliza la actividad del cielo, su inserción dinámica en el cosmos, su causalidad, su ejemplaridad, su función providente. Por esta vía enlaza con los símbolos de la divinidad inclinada sobre la creación, cuya vida produce, regula y ordena.  

Es interesante hacer notar aquí la concordancia de los símbolos con el pensamiento conceptual más profundo: este punto servirá de ejemplo y nos dispensará de volver sobre ello sistemáticamente. Es conocida la forma bajo la cual descubre Dante, al término de su ascensión, a las tres divinas Personas: "En aquella profunda y clara subsistencia de la altísima luz creí ver tres círculos de tres colores e idéntico contenido" (Paraíso, XXXIII). Dionisio Areopagita (Nombres divinos IV,4; Hier. cel. I,1) había visto en ellos el símbolo del Amor divino. El acuerdo sobre este punto de las más antiguas tradiciones, de los grandes pensadores y de la filosofía cristiana es significativo. Un siglo antes de Copérnico (1473-1543) y dos antes de Galileo (1564-1642) que hubo de pagar las consecuencias en este asunto, aquel genio alemán que fue Nicolás de Cusa (1401-1464), cardenal, teólogo, filósofo y hombre de ciencia, desalojó a la tierra del centro del mundo. Cinco siglos antes que su compatriota Albert Einstein (1879-1955) sentó los principios de la famosa teoría de la relatividad, que debía sustituir a la mecánica clásica, ya insuficiente para dar cuenta de los fenómenos a escala atómica o astronómica. "El mundo, explicaba Nicolás de Cusa, es como una rueda, una esfera dentro de una esfera". Como consecuencia, se derrumbaba toda la construcción de Ptolomeo. Ahora bien, he aquí su conclusión -como un Platón o un Aristóteles, no se engaña acerca de las palabras, testigo más bien de una época que estaba a punto de acabar y en la que los hombres sabían expresar sus más profundos descubrimientos científicos en un lenguaje simbólico que les confería su continuidad en otro campo del saber humano-: "Así, pues -continúa-, los polos de las esferas coinciden con el centro que es Dios... El (Dios) es circunferencia y centro, El, que está en todas partes y en ninguna". El tribunal que condenó a Galileo por haberse atrevido a sostener que la tierra giraba alrededor del sol, lo que no sólo parecía incompatible con las afirmaciones de la Biblia, sino que incluso echaba por tierra los principios fundamentales de la simbología de la época, no supo o no quiso realizar ese cambio de perspectiva. Sería pueril escandalizarse del oscurantismo de aquellas gentes y de su poca apertura a los resultados de las investigaciones científicas. Difícilmente nos imaginamos el revolucionario y gigantesco cambio de perspectiva que se les pedía. Las dificultades que nosotros experimentamos para evolucionar en cuestiones infinitamente menos graves invitan a mostrarse reservado. En todo caso, comenzaba ya entonces a hacerse sentir el mal que ahora padecemos: el trágico dilema que parece oponer conocimiento científico y conocimiento simbólico... Entonces se rompe la gran tradición que se remonta hasta un fondo común de la humanidad y en la que nos limitaremos a subrayar el acuerdo de dos autores, uno cristiano y otro pagano, ambos representativos: San Ireneo y Platón.  

San Ireneo (segundo obispo de Lyon, muerto en 202), luchador incansable contra los gnósticos heréticos, se muestra encantado de poder oponerles la autoridad de Platón: "Comparado con esas gentes (los herejes y Marción), Platón se muestra más religioso, porque confiesa un Dios que es siempre el mismo, justo y bueno, con poder sobre todas las cosas, y cuyas palabras son éstas: 'Dios, siguiendo una antigua tradición, es el comienzo, el fin y el medio de todo cuanto existe. Obra en línea recta, aunque por naturaleza es circunferencia" (Las Leyes 4), y muestra que el Autor y Artífice de este mundo es bueno' (Adv. Haer. 136). El círculo puede, por tanto, simbolizar la divinidad considerada no sólo en su inmutabilidad, sino también en su bondad difusiva como origen, subsistencia y consumación de todas las cosas; la tradición cristiana dirá: como alfa y omega. Por el contrario, la relación que mantiene con el mundo salido de sus manos está expresada por los símbolos de la línea recta tales como el relámpago, la flecha, el rayo de sol, la lluvia, el pilar, la torre. El mundo así engendrado refleja en su estructura la acción que le produce. Sobre todo se halla caracterizado por figuras formadas con líneas rectas cuyo primer conjunto es la escuadra, elemento básico del cuadrado terrestre.  

Así, el círculo y el cuadrado se unen frecuentemente para formar un complejo indestructible fuera del cual pierden su sentido (foto 10). Esto es capital. Entre ambos simbolizan el cosmos, es decir, el cielo y la tierra, este universo que, como gustaba indicar San Agustín, toma su nombre del hecho de ser uno, de formar un todo inseparable. Pero, por eso, círculo y cuadrado representan igualmente el tiempo y el espacio en su ineludible correlación: el famoso continuum espacio-temporal, base de la antropología de Santo Tomás de Aquino, y del que tanto se habla hoy, una de las principales claves de interpretación de los edificios románicos en general, y de los tímpanos en particular. A condición, sin embargo, de mantener una jerarquía entre estos dos elementos: el espacio está subordinado al tiempo ante el que debe eclipsarse constantemente después de haber conducido hacia sí al espíritu. No es que sea necesario equiparar, por una parte, el cielo y el tiempo y, por otra, la tierra y el espacio; una lógica semejante, extraña por naturaleza a la simbólica, llevaría a conclusiones por lo menos ilógicas. Lo que hay que decir es que la relación de la tierra y del cielo es simbólicamente del mismo género que la relación del espacio y del tiempo y, por tanto, también de lo inmanente y de lo trascendente. Tenemos así dos pares a los que no debemos separar, sino considerarlos siempre en su dualidad complementaria.  

Así es como, guardándonos del fácil ruido de las abstracciones, no deberemos olvidar nunca que en el plano de las jerarquías imaginarias, el cuadrado aparece dentro de la dependencia del círculo, en su aureola en expansión (foto 10); le sigue, no con una secundariedad cronológica, sino en el orden de las repercusiones simbólicas. El cuadrado peor hecho no es otra cosa que un círculo con cuatro ángulos, o con cuatro caras, un círculo abollado que recuerda su antigua perfección. Es, pues, tiempo cristalizado en el instante, un reflejo aquí abajo del más allá. La Jerusalén celeste del Apocalipsis será cuadrada. En geometría, la cuadratura del círculo es un sin-sentido; en simbólica, es una operación fundamental. La simbólica prescinde del problema, reconstruyendo en torno al cuadrado su círculo original circunscrito, transfigurando así el espacio fijo en la redondez móvil del tiempo. Las iglesias son cuadriláteros en cuyo interior los rayos luminosos giran durante el día, mientras en el exterior la sombra producida por la torre traza el círculo del tiempo celeste. Los símbolos permiten fácil acceso a dominios vedados al pensamiento discursivo. No siempre se puede expresar la correlación de naturaleza que une al círculo con el cuadrado. No se la puede desestimar y menos ir en contra de ella. Lo que aparecerá más claramente al considerar cómo la imagen circular se halla ligada dinámicamente a la del cuadrado.  

El círculo, punto agrandado, posee una superficie limitada, cercada, cerrada. Hay una frontera; es un hortus conclusus, un jardín cerrado (fig. 40 a 43). Es precisamente lo que el cuadrado tiene en común con él. Desde el momento en que hay un límite, existe la posibilidad para un observador de encontrarse dentro. Esto concuerda con el principio fundamental que establece que no hay simbología sino con relación y a partir de un hombre interior llamado centro. La simbólica no es geometría, aunque tengan necesariamente puntos comunes muy interesantes. A este observador, el cuadrado se le manifiesta, en primer lugar, no como la seca figura geométrica que designamos con este nombre, sino como una extensión en cuatro direcciones opuestas dos a dos -extensión que, por otra parte, no es otra que la de su propia estructura animal perceptiva- o incluso como la partición del espacio en cuatro sectores.  

Así, el cuadrado muestra la orientación fija y durable mientras el círculo carece de orientación propia. El cuadrado es una figura antidinámica, anclada en cuatro lados; simboliza la detención, o el instante prefijado; implica la idea de estancamiento, de solidificación, incluso de perfección estabilizada: tal será el caso de la Jerusalén celeste. Por el contrario, el movimiento ágil es circular, redondeado. Lo inmóvil, la estabilidad se asocian con figuras angulosas, con líneas duras y bruscas. Es lo que activa en la imaginación el cuarto símbolo fundamental: la cruz.  

La cruz  
La cruz es, pues, anterior al cuadrado. Lógicamente, deberíamos haberla presentado primero. Pero era más pedagógico examinar previamente el cuadrado en su oposición al círculo.  

El cuadrado y la cruz se hallan caracterizados por el cuaternario, que es un símbolo de universalidad espacial e incluso de universalidad creada: su cifra es el 4. En el plano de la simbólica, como la tríada es el símbolo de la divinidad y de los principios trascendentes del universo, el hecho de añadirle una unidad rompe su perfección y da un número símbolo del mundo material, el 4. Desde los tiempos cercanos a la prehistoria, el 4 fue utilizado para significar lo sólido, lo tangible, lo sensible. Pero su relación con la cruz hacía de él un símbolo incomparable de plenitud, de universalidad, un símbolo totalizador. Se comprende, por tanto, que todos los pueblos hayan considerado la tierra como dividida en cuatro partes. El sánscrito, el babilónico antiguo, el chino y los textos de la América precolombina designan a los jefes y reyes con los títulos de "Dueño de los cuatro mares", "Señor de las cuatro partes del mundo". Frecuentemente, los estados están divididos en cuatro provincias o en múltiplos de cuatro. Las grandes religiones tienen cada una cuatro libros sagrados. "En la India, Brahma, el Alma del mundo, el Padre, el más antiguo de los dioses, el regulador de los elementos, tiene cuatro cabezas y cuatro caras correspondientes a los cuatro Vedas, libros sagrados de la India que son las cuatro Palabras de sus cuatro Bocas. Sabido es corno el Brahma envió a su Hijo al mundo para difundir la enseñanza de estos cuatro libros" (Loeffler-Delachaux). Veremos el partido que sacó, por su parte, la simbología bíblica de este número cuatro.  

La cifra de la cruz, decíamos, es el 4. Pero lo es más aún el 5... La simbólica china nos ha ayudado a encontrar esta verdad paradójica. Nos ha enseñado a no considerar nunca los cuatro lados del cuadrado o los cuatro brazos de la cruz fuera de su necesaria relación con el centro de la cruz o con el punto de intersección de sus brazos. Evitando los juegos de palabras, se podría decir sin engaño que este quinto punto es el más importante de la cuaternidad (foto 14). Como el círculo, el cuadrado es una figura centrada. Y he aquí que el centro del cuadrado coincide con el centro del círculo. Este punto común es la gran encrucijada de lo imaginario. Es el lugar favorable a todas las rupturas de nivel, a todos los pasos de un mundo a otro: el omphalos de los griegos, el ombligo del mundo de los antiguos, la escalera ritual de tantas religiones, la escala de los dioses. Por él se comunican el espacio, el tiempo y la eternidad.  

La cruz es también la figura que une dos a dos los puntos diametralmente opuestos, comunes al círculo y al cuadrado inscrito. Bajo todos estos aspectos -aspecto de centro que se difunde en las cuatro direcciones, o aspecto de juntura que une y reduce a la unidad los puntos extremos de dos ortogonales-, la cruz tiene una función de síntesis y de medida (fotos 15 y 16). En ella se unen el cielo y la tierra, tan íntimamente como sea posible. En ella se entremezclan el tiempo y el espacio. Ella es el cordón umbilical nunca cortado del cosmos unido al centro original. La cruz es el más universal de todos los símbolos, el más totalizante. Es el símbolo del intermediario, del mediador, de aquel que es por naturaleza aglutinante continuo del universo y comunicación tierra-cielo, de arriba-abajo y de abajo-arriba.  

Esta última propiedad es aún más clara en el orden de los volúmenes. Estos no añaden nuevos valores simbólicos a las figuras planas que les engendran: el simbolismo de la esfera es el del círculo y el simbolismo del círculo es el del cuadrado. Sin embargo, los volúmenes son a veces más expresivos; hacen comprender mejor ciertas propiedades menos evidentes. Dan acerca de ellos una experiencia mas amplia. La percepción tridimensional es inherente al hacer humano; lo imaginario se anexiona su poder de valorización. Por eso es por lo que la totalidad celeste-terrestre se expresa maravillosamente en la pareja cubo-esfera. En arquitectura les volveremos a encontrar en forma de cuadrilátero con esfera superpuesta. Esta se halla de ordinario reducida a la semiesfera, como en el caso de las cúpulas, o al cuarto de esfera, como en las bóvedas de los ábsides. Sin embargo, aquí, como siempre, el símbolo es -y permanece- el de la forma pura, de la línea, y no del objeto material. La imaginación se adueña del soporte que se le ofrece, por imperfecto que sea, con tal que resulte evocador, para recrearlo en sí misma, perfecto. Ella es la matriz de las formas ideales.  

Todo cuanto hemos dicho hasta aquí puede parecer un poco abstracto. De ordinario carecemos de experiencias de este orden. Por eso, vamos a intentar suplirlas, proponiendo un cierto número de ejemplos que interpretaremos a la luz de los principios expuestos. Error irreparable sería no aplicar aquí más que el espíritu. Se necesita, ciertamente, un esfuerzo para evitar ese error, digámoslo de una vez por todas. El buen método, el único, exige no solamente una voluntad de alejamiento, sino también una curiosidad simpática. Ella es la que, despertando un interés vital y fecundo puede connaturalizarnos progresivamente con el mundo de los símbolos. Deberemos renunciar a la seducción de las ideas, a la magia de los sistemas demasiado lógicos para ser Simbólicos, que han hecho en todo tiempo la fortuna de los "esoterismos".  

Los símbolos dan al hombre la posibilidad única de hacer presente, según su voluntad, hasta en los secretos más ocultos, el mundo que nos rodea. ¡Terrible tentación! Tentación insidiosa de conquista indebida: el eterno pecado del hombre. Tentación más sutil aún la de reconstruir en signos este mundo, no según lo que él es, sino según lo que se querría que fuera. Y, por una desviación a veces inconsciente, rechazar lo que en él nos sobrepasa o nos enfrenta con el misterio, no conservar más que una sustancia decantada, dócil, a la medida del hombre. La tentación de dominio usurpado se convierte entonces en la de hacerse creador o recreador. Los grandes pecados del espíritu que a lo largo de milenios han marcado la historia del pensamiento, como también la de las religiones, tienen su inevitable correspondencia en el ámbito de la expresión simbólica; hasta tal punto están entrelazados.  

Para no sucumbir a esa tentación, deberemos tener la lealtad de no separar nunca los símbolos de su acompañamiento existencial; de no aislarles del aura luminosa en cuyo seno nos han sido revelados (fig. 9), por ejemplo, en el gran silencio sagrado de las noches, cara al cielo inmenso, majestuoso, fascinante; de encontrar bajo la palabra gastada la savia bullente, más allá del símbolo evocado, el simbolismo que de él deriva. En segundo lugar, necesitaremos, no inventar, sino informarnos humildemente. Buscar las constantes mejor comprobadas, para estar seguros de conseguir expresiones simbólicas universales pertenecientes al hombre en cuanto tal. 

Traducción: P. Abundio Rodríguez 
 
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