Los lectores del Servicio Difusión de SYMBOLOS sabrán comprender la inclusión de esta entrega, firmada por el Gran Inquisidor intelectual de España en la Época Moderna, Marcelino Menéndez Pelayo, cuya erudición puesta al servicio de los más obscuros intereses y pasiones se expresa aquí con claridad, liderando un movimiento que aún tiene plena vigencia en la actualidad –igualmente disfrazado hoy de islamismo–, y que como el autor de estos textos no escatima la descalificación personal, la mentira y la violencia, contra todo aquello que no comprende y que tergiversa y trata de destrozar, injuriar y eliminar por una serie de sentimientos tan intolerantes como confusos y que se pueden reducir a un par de términos propios de lo más vulgar y grueso: envidia y cobardía. Obsérvese la constante obsesión por la genitalidad que llega a verse como la encarnación suprema del mal. El fragmento reproducido constituye las partes I y II del Libro V, capítulo I, de Historia de los heterodoxos españoles, vol. II. B.A.C. Madrid 1987. Los subrayados son del original.
Antología de Textos Herméticos
HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES
Fragmento del Cap. I: Sectas místicas.- Alumbrados.- Quietistas.- Miguel de Molinos.- Embustes y milagrerías.
M. MENENDEZ PELAYO

I. ORIGENES DE LA DOCTRINA

¡Con qué pocas ideas viven una secta y un siglo! Bastóles a los protestantes la doctrina de la justificación por los solos méritos de Cristo y sin la eficacia de las obras. Bastóles a los alumbrados y quietistas la idea de la contemplación pura, en que, perdiendo el alma su individualidad, abismándose en la infinita Esencia, aniquilándose por decirlo así, llega a tal estado de perfección e irresponsabilidad, que el pecado cometido entonces no es pecado.

Lejos de ser esta herejía una secuela o degeneración de nuestra grande escuela mística, es muy anterior en su desarrollo al crecimiento de esta escuela. No nace en el siglo XVII, ni tampoco en el XVI, ni aun en la Edad Media, sino que se remonta a lo primeros siglos cristianos. Y aún no había cristianismo en el mundo, cuando ya enseñaban las brahmanes o gimnosofistas de la India que el fin último y la perfección del hombre consiste en la extinción y aniquilación de la actividad propia hasta identificarse con Dios, y librarse así de las cadenas de la transmigración. Todo el panteísmo indio descansa en el mismo principio, que no rechazan los yoguis o discípulos de Patandjali. Y sabido es que los budistas, con ser ateos, según la opinión más recibida, ponen por término y corona de su sistema el nirwana, es decir, la muerte y aniquilación absoluta de la conciencia individual. Y, sin embargo, la moral de los budistas, por una rara inconsecuencia, es pura y severa, en cuanto lo consentían las nieblas de la ciega gentilidad.

La escuela neoplatónica de Alejandría, por una parte, y el gnosticismo, por otra, resucitaron casi simultáneamente estas enseñanzas orientales: y desde Simón Mago hasta los ofitas y carpocracianos, desde éstos hasta los nicolaítas, cainitas y adamitas, que más que sectas religiosas fueron ocultas asociaciones de malhechores y forajidos, enseñóse, con gran séquito y lamentables efectos morales, que, siendo todo puro para los puros, los actos cometidos durante el éxtasis y en fa contemplación de la mónada primera eran inocentes aunque pareciesen pecaminosos. ¿Quién iba a juzgar ni condenar a los elegidos, a los perfectos, a los creyentes, a los que poseían la absoluta sabiduría, pues nada menos que esto, quería decir el nombre de gnósticos? Todos los gnósticos son iluminados; pero ninguno se parece tanto a los de España como Carpocrates hasta en el menosprecio absoluto de las buenas obras, de las prácticas exteriores y de toda vida activa.

Por otro camino, y sin tropezar en nefandas impurezas, enseñaron Plotino, Porfirio y Jámblico que, en la unión extática, el alma y Dios se hacen uno, quedando el alma como aniquilada por el golpe intuitivo, hasta olvidarse de que está unida al cuerpo y perder, finalmente, la noción de su propia existencia. Pero tenían por cosa dificilísima el llegar a esta unión; Plotino no la alcanzó más que cuatro veces, y esto después de muchas purificaciones, sobriedad y silencio, mortificando y haciendo callar los sentidos. Jámblico, o quien quiera que sea el autor del libro de los Misterios de los egipcios, exageró estas ideas hasta el delirio.

Este pseudomisticismo enervador y enfermizo es muy antiguo en España. Le profesaron los agapetas, le difundieron en Galicia los priscilianistas y duró, en tenebrosos conciliábulos, hasta el fin de la monarquía sueva. Permaneció en el siglo XIII con los albigenses de Cataluña y León, y, no ahogado del todo por el humo de las hogueras que encendió San Fernando, volvió a salir a la superficie en el siglo XVI, era tristísima en que se removió todo cieno.

Los begardos de Cataluña y Valencia sostenían que el hombre puede llegar a tal perfección, que se torne impecable hasta de pensamiento, sin que para alcanzar este estado de impecabilidad y beatitud, en que puede concederse libremente al cuerpo cuanto desee, ya que la raíz de la sensualidad está domeñada y muerta, aprovechen nada oraciones ni ayunos. En consonancia con tales principios, enseñaban los discípulos de Durán de Baldach, de Fr. Bonanato y de Jacobo Yuste la intuición de Dios en vista real; condenaban la veneración de la hostia consagrada y de la humanidad de Cristo, porque apartaba de la pura contemplación, y coronaban su sistema defendiendo la licitud de todo acto carnal. Mucho duró esta abominable herejía; solían predicarla frailes vagabundos, escapados de su convento y dados al trato de mujeres y a la mendicación viciosa. Con todo, aquí abundaron menos que en Italia, Alemania y Provenza.

De esta secta nació la de los fratricellos, llamados en España herejes de Durango, cuyo corifeo fue Fr. Alonso de Mella, en 1442.

La herejía, pues, peinaba las canas a principios del siglo XVI; pero entonces retoñó con más brío, influyendo en su crecer muy varias circunstancias.

Fue la primera el nacimiento de la Reforma, que, proclamando el examen individual, la inspiración privada y el menosprecio de las obras, vino a cobijar bajo su manto a todo género de ilusos, fanáticos y malvados, desde los anabaptistas y Tomás Munzer hasta las beatas de Toledo y Llerena.

Fue la segunda una espantosa corrupción de costumbres, de la cual nos dan bien amargo testimonio, no sólo las obras literarias del tiempo de los Reyes Católicos, desde la Celestina hasta el Cancionero de burlas provocantes a risa, sino los pormenores de la reforma claustral, iniciada y cumplida por Cisneros; las lamentaciones de los ascéticos y algunas causas de la Inquisición, especialmente una escandalosísima contra los Jerónimos de Guadalupe. En tiempos semejantes era natural que los hipócritas y malvados, menos cínicos o más hábiles, intentasen ocultar sus fechorías so capa de religión y buscasen el amparo de cualquier doctrina ancha, ya fuese el luteranismo, que por boca de fray Martín les gritaba: “Sé pecador, peca fuertemente, porque tu naturaleza es el pecado; pero ten fe y confianza robusta y alégrate y regocíjate en Cristo”; ya la superstición de los alumbrados, que daba el alma a Dios, y el cuerpo al demonio.

Añádase a todo esto la influencia de los místicos alemanes más o menos sospechosos de panteísmo y quietismo. No se leía otra cosa; apenas había libros españoles de devoción en los primeros años del siglo XVI, y éstos no eran de primer orden. Faltaban, además, catecismos; faltaba sólida instrucción dogmática en la gran masa del pueblo y hasta en los conventos de monjas; y, si es verdad que circulaban entre la gente piadosa libros tan maravillosos y de tan pura doctrina como el Kempis, que entonces llamaban Contemptus mundi; la Escala espiritual, de San Juan Clímaco; algunos tratadillos de San Buenaventura, las Epístolas de Santa Catalina de Siena y pocos más, impresos casi todos magníficamente por orden y a expensas del cardenal Cisneros, también lo era que con ellos compartían el aplauso y aun los oscurecían y eran más leídos que ellos, por ser más favorables a la embriaguez contemplativa, los de Taulero, Suso, Ruysbroeck (a quien llamaban aquí Ruysbrochio), Henrico Herph y Dionisio Cartujano, por el cual, e indirectamente, venía a influir el maestro Eckart, principal fautor del quietismo y panteísmo entre estos alemanes. Por eso obró sabiamente el inquisidor D. Fernando de Valdés al vedar en su Indice el Espejo de perfección, llamado por otro nombre Theologia mystica, de Henrico Herpio; el De los cuatro postrimeros trances, de Dionisio Richel; las Instituciones, de Taulero; todos los cuales corrían traducidos al castellano y vienen a deponer contra la absurda opinión de Rousselot, que niega toda influencia de la mística alemana entre nosotros. Sí que la tuvo, y muy funesta.

Como Eckart había sido condenado en Roma; como en Taulero y Suso, con ser varones piadosísimos, se notaban pasajes sospechosos, Lutero y los suyos pusieron en las nubes a estos místicos del siglo XIV y hasta los miraron como predecesores y maestros suyos, como testes veritatis. Y, amalgamando sus doctrinas y las de Melanchton y las que le sugirió su propio fanatismo, se levantó Juan de Valdés, el más notable de nuestros iluminados, a defender en las Consideraciones divinas no sólo el quietismo, sino la doctrina, enteramente molinosista en profecía, de que “con satisfacer el apetito se mortifican mejor los afectos”; lo cual atenúa luego con mil primores y repulgos de expresión, sin duda para no escandalizar los castos oídos de Julia Gonzaga.

Si de tal modo se torcían espíritus tan rectos y delicados como el del autor del Diálogo de la lengua, ¿qué había de hacer el populacho rudo, salvaje e ignorante; qué los frailes malos, groseros, concupiscentes y enojados de los rigores de la Orden; las monjas sin vocación. las beatas con puntas de celestinas, los soldados que volvían de Italia infestados con todos los vicios del bel paese?

De aquí, por una parte, una relajación bestial, cuyos pormenores no siempre son para referidos; y de otra, un fanatismo increíble, un enjambre de falsos milagros, de embustes y extravagancias, que dieron bien en qué entender al Santo Oficio. Providencial fue su establecimiento; ¿qué hubiéramos sido sin él con tales elementos dentro de casa y el mal ejemplo de fuera?

Y la Inquisición hizo cuanto en lo humano cabía por atajar el mal; no perdonó ni a uno solo de los embaucadores, jamás dio cuartel al falso misticismo; y, si no pudo cortarle de raíz, porque más fácilmente se curan las herejías que nacen de error del entendimiento que las que van envueltas en depravada voluntad y torpe lujuria, extinguió, sin embargo, los focos principales, las más numerosas congregaciones de la secta y la dejó reducida a casos aislados. Procedamos con el orden y claridad posibles en esta embrollada historia.

II. UN FRAILE ALUMBRADO EN TIEMPO DE CISNEROS.- LA BEATA DE PIEDRAHITA.- ALUMBRADOS DE TOLEDO.- NOTICIA DE SUS ERRORES.- PROCESO DE MAGDALENA DE LA CRUZ

Cuando Fr. Francisco Ximénez estaba más seriamente ocupado en la reforma de los claustrales, avisóle el custodio de la provincia de Castilla, Fr. Antonio de Pastrana, que un franciscano de Ocaña, alumbrado con las tinieblas de Satanás, había comenzado a predicar una supuesta revelación que decía haber tenido, conforme a la cual el susodicho fraile debía juntarse con diversas mujeres santas para engendrar en ellas profetas. Apenas lo supo el provincial, le mandó encarcelar y castigarle de tal modo, que a los pocos días abjuró de su error1. He aquí la primera vez que suena el nombre de alumbrados.

Los partidarios de ésta y otras impuras herejías solían llamarse entonces, con voz latina o italiana, iluminados2. En 1498 los acusaba de nefandos vicios el chistoso médico de Fernando el Católico, Dr. Francisco de Villalobos, en su poema sobre las pestíferas bubas, indicándonos a la vez que los tales iluminados (sic) venían de Italia, pero que había mucha pestilencia de ellos entre nosotros, por lo cual convenía que se los curase con azotes, frío, cárceles y hambre. Los versos no son para citados3.

No eran raros los casos de milagrería y embaucamiento. Uno de los más antiguos de que queda noticia es el de la beata de Piedrahita. No era mujer viciosa, pero sí fanática e iluminada. Hija de un labrador de la sierra de Avila y criada e Salamanca, dióse con tal fervor a la oración y a la vida contemplativa, que llegó a creer que tenla coloquios con nuestro Señor Jesucristo y que iba siempre acompañada de María Santísima. Permanecía en éxtasis largas horas, sin mover ni pie ni mano y se decía y creía esposa del Salvador. Los más la tenían por santa; algunos pocos la llamaban ilusa. La examinaron muchos teólogos, y hubo entre ellos discordias de pareceres. El nuncio de Su Santidad y los obispos de Vich y de Burgos no se atrevieron a decidir si el espíritu que hablaba en aquella mujer era celeste o diabólico. La Inquisición la formó proceso por sospechas de iluminismo; pero, como no resultaba error claro y positivo y la beata tenía altos protectores, la causa quedó indecisa. Acaeció esto en 15114.

En 1529 se descubrió en Toledo una secreta congregación de alumbrados o dexados casi todos idiotas y sin letras. Unos fueron condenados a azotes, otros a cárceles. El cronista Alonso de Santa Cruz nos ha dejado una larga relación de sus errores5.

Su doctrina era una mezcla de luteranismo y de iluminismo fanático. Decían que el amor de Dios en el hombre es Dios y negaban el hábito de caridad infuso. Afirmaban que en el dexamiento o éxtasis se alcanzaba tal perfección, que los hombres no podían pecar mortal ni aun venialmente, y que dexado o alumbrado era libre y exento de toda potestad y no tenía que dar cuenta de sus actos ni al mismo Dios, puesto que se dexaba o entregaba a El. De aquí deducían el quietismo absoluto, la ineficacia de los méritos propios, de la oración vocal, de los ayunos y abstinencias, de las obras de misericordia, de todos los actos exteriores de adoración. No tomaban agua bendita, ni se hincaban de rodillas, ni veneraban las imágenes, ni oían a los predicadores; llamaban a la hostia consagrada pedazo de massa; a la cruz, un palo, y a las genuflexiones, idolatría. Tenían por supremo triunfo el aniquilar la propia voluntad y en el éxtasis o dexamiento resistían todos los pensamientos buenos y acariciaban los malos. No inquirían ni escudriñaban cuidadosamente los secretos de la Sagrada Escritura, sino que esperaban que Dios se los revelase. Tenían por ilícito el juramento y por interesadas las peticiones del Pater noster.

Eran, en suma, más protestantes que los protestantes mismos, sobre todo si creemos a Santa Cruz, que les atribuye otros errores aún más peregrinos y radicales; hasta la negación del infierno6. Lejos de llorar la pasión de Cristo, hacían todo placer y regocijo en Semana Santa. Afirmaban que el Padre había encarnado como el Hijo. Creían que hablaban con el mismo Dios ni más ni menos que con el corregidor de Escalona. Para acordarse de nuestra Señora miraban el rostro a una mujer en vez de mirar una Imagen. Llamaban al acto matrimonial unión con Dios. La principal dogmatizadora de la secta parece haber sido una beata toledana llamada Isabel de la Cruz, asistida por cierto P. Alcázar.

Casi al mismo tiempo pasaba en Córdoba por santa una monja del convento de Santa Isabel de los Angeles, de la Orden de Santa Clara, llamada Magdalena de la Cruz, natural de la villa de Aguilar. Su proceso ha sido publicado íntegro por Campán, y fuera prolijo extractar aquel cúmulo de absurdos, que sólo indirectamente pueden entrar en una historia de los heterodoxos, ya que Magdalena de la Cruz, lo mismo que la priora de Lisboa y otras monjas milagreras, no profesaban doctrina alguna ni puede considerárselas como afiliadas a ninguna secta.

Magdalena de la Cruz declaró en 3 de mayo de 1546, ante los inquisidores de Córdoba y Jaén, que, siendo todavía de de siete años, la indujo el demonio a fingir santidad y a simular la crucifixión. Un día, el mismo Satanás se le apareció en forma de Jesús crucificado y le estigmatizó los dedos de la mano7. A los doce años hizo pacto expreso con dos demonios íncubos, llamados Balbán y Pitonio, que se le aparecían en diversas formas: de negro, de toro, de camello, de fraile de San Jerónimo, de San Francisco, y le revelaban las cosas ausentes y lejanas para que ella se diese aires de profetisa. Como tantas otras monjas milagreras, Magdalena de la Cruz fingía llagas en las mano y en el costado y permanecía insensible aunque le picasen con agujas. Durante la comunión y en la misa solía caer en éxtasis o lanzar gritos y simular visiones. Por espacio de diez o doce años fingió alimentarse no más que con la hostia consagrada aunque comía y se regalaba en secreto. Llevó sus sacrílegas invenciones hasta el absurdo extremo de afirmar con insistencia que había dado a luz al Niño Jesús y que por su intercesión habían salido sesenta almas del purgatorio. Como buena alumbrada, no tenía reparo en decir que era impecable y que ni a Dios mismo debía dar cuenta de sus actos y que era santa desde el vientre de su madre. Solía declarar que no veía, como lo demás, el Santísimo Sacramento en forma de hostia, sino de cruz unas veces, y otras de niño con muchos ángeles en derredor. Aseguraba haber recibido del Salvador el don de la virginidad y que El le había dicho en el coro: Filia mea tu es, et ego hodie genui te. En suma: visión intuitiva, don de profecía, éxtasis e insensibilidad física, todos los síntomas de los convulsionarios, andan mezclados en la peregrina historia de esta mujer, que no fue solo hipócrita de santidad, sino enferma de males nerviosos y casi demente. Logró crédito grande dentro de su Orden, fue elegida abadesa tres veces, en 1533, 1536 y 1539, y por espacio de treinta y ocho años casi todos la tuvieron por santa, hasta el inquisidor general D. Alonso Manrique, que vino a vería desde Sevilla y que se encomendaba a sus oraciones. La emperatriz le mandó su retrato y las mantillas con que se bautizó su hijo, el que fue después Felipe Il. Hasta en los púlpitos se la ensalzaba, y a esto contribuía el ser afable y humilde en su trato y muy discreta y oportuna en cuanto decía. Corrían de boca en boca sus vaticinios; decíase que por segunda vista había anunciado la batalla de Pavía y prisión del rey Francisco. Ella misma escribió, por encargo de sus confesores, su vida y el relato de las gracias espirituales que había alcanzado.

Al fin vino a descubrirse la impostura, y en 1º. de enero de 1544, Magdalena de la Cruz fue encarcelada en el Santo Oficio de Córdoba. Vistas sus confesiones, se la declaró vehementer suspecta de herejía; y, teniendo consideración a su vejez, a sus enfermedades, a la santa Orden en que había profesado, a lo espontáneo de sus confesiones y a lo sincero de su arrepentimiento, se la condenó a hacer pública abjuración de vehementi con una cuerda de esparto al cuello y un cirio en la mano y a vivir reclusa perpetuamente en un monasterio de la Orden, siendo la última de toda la comunidad en el coro, en el capítulo y en el refectorio, sin recibir por espacio de tres años el sacramento de la eucaristía, salvo en peligro de muerte, ni poder hablar con nadie, a excepción de su prelado, vicario y confesores. La abjuración se verificó en 3 de mayo de 1546, con mucha concurrencia de grandes señores y del pueblo8.

 

Antología
 
NOTAS
1 Papeles sobre reformación de regulares, citados por D. VICENTE DE LA FUENTE en el t.5 p.232 de su Historia eclesiástica.
2 Begardos e Beguinos los llama Melchor Cano en su parecer sobre el Cathecismo, de Carranza.
3 Sumario de la medicina, con un tratado sobre los pestíferas bubas, por el licenciado Villalobos, estudiante en Salamanca, hecho a contemplación del muy magnífico e ilustre señor el marqués de Astorga, enmendado e corregido por él mismo, imprimido en la cibdad de Salamanca, a sus expensas de Antonio de Barreda, librero. Año del nacimiento del Salvador de M.CCC.XC y VIII (fol.18. v.º, col.1); y en MOREJON, Historia de la Medicina española (Madrid, Jordán, 1842) t.1 p.362ss.
4 PEDRO MÁRTIR, Opus Epistolarum p.428 a 489, y LLORENTE, t.2 p.252 a 284.
5 Comiença la Chrónica del muy alto y muy poderoso, Cathólico y justo príncipe D. Carlos, Emperador de Alemania y Rey de Romanos y de España, primero de este nombre, y de las Indias Occidentales del mar Océano, etc. Compuesta por Alonso de Santa Cruz, su Cosmógrafo mayor. (Códice 193 de la Biblioteca Laurenciana, de Florencia, fondo Mediceo-Palatino, c.5 de la p.4.a, el cual trata De un auto que se hizo en Toledo de ciertas gentes que se llaman Alumbrados y las opiniones erróneas que tenían.)
6 “Afirmaban que no había infierno... Afirmaban que el Padre había encarnado como el Hijo, y que en la bienaventuranza había fe, y que los que lloraban sus pecados eran propietarios de sí mismos... Dezían que no eran necessarios los actos exteriores de la adoración; que hazellos era imperfección, y que las obras que se hazía o con fe y esperanza y caridad no se hazían por amor de Dios, sino por propio interes... Dezían más: que lo que dictaba la razón in genere boni, como era oír Missa o sermón, que la voluntad no se debía de conformar a ello, porque se presumía que todo acto que procedía de la voluntad era pecado. Dezían que meditándose Cristo crucificado no era medio para unirse el alma con Dios; vedaban que no se oyesse la pasión de Cristo y la meditación y ejercicio de ella. Dezían también que más enteramente venía Dios en el ánima del hombre que en la hostia consagrada... Tenían que no estaba la suma perfección en servir a Dios, ni hacer penitencia, ni guardar sus mandamientos, y que ataviar la imagen de N. Sra. y sacarla en procesión era idolatría; y dezían, que levantarse al Evangelio y hacer las otras humillaciones y señales ordenadas por la Iglesia, no era otra cosa sino jugar con el cuerpo en la Iglesia, y que bastaba que las palabras de la Consagración se pronunciassen interiormente, sin pronunciarlas con la boca... y que el Preste en el momento de la Missa no debía pedir cossa alguna, sino estarse suspenso, y que la confessión no era de iure divino... y que aquella palabra del Evangelio que dezía que el que perdiesse su ánima en este mundo la hallaría en el otro, se entendía a la letra del dicho dexamiento. Afirmaban que no se habían de guardar los Concilios Ecuménicos, y que nadie se había de obligar a ellos. Afirmaban más: que no se había de leer ningún libro por fin de ser consolada el ánima con la comunicación de la Escriptura, y tenían que por la vida presente no podía el hombre saber si estaba alguno en estado de gracia o no, y que el que amaba a su ánima o hacía algo por su salvación, que la perdía; finalmente, afirmaban que, aunque Adán no pecara, no entrara nadie en el cielo, si Hijo de Dios no naciera.”
7 Cf. el Proceso de Magdalena de la Cruz p.462 a 506 del t.2 de las Memorias de Francisco de Enzínas. (Edición de la Sociedad de Historia de Bélgica. Bruselas 1863.) La copia que sirvió para la traducción es del Museo Británico (Egerton Collection 337).
8 Cf. LLORENTE, t.2 p.35 a 51, en el cual, así como en el Proceso, pueden verse los demás pormenores que aquí por brevedad no extracto. También dice algo FRANCISCO DE ENZINAS en sus Memorias (p. 224 a 229 de la edición de Campán).