[1]
Tengo leído, Padres honorabilísimos, en los escritos de los Árabes,
que Abdaláh sarraceno, interrogado qué cosa se ofrecía
a la vista más digna de admiración en éste a modo de
teatro del mundo, respondió que ninguna cosa más admirable
de ver que el hombre. Va a la par con esta sentencia el dicho aquél
de Mercurio –"Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre". Revolviendo
yo estos dichos y buscando su razón, no llegaba a convencerme todo
eso que se aduce por muchos sobre la excelencia de la naturaleza humana,
a saber, que el hombre es el intermediario de todas las criaturas, emparentado
con las superiores, rey de las inferiores, por la perspicacia de sus sentidos,
por la penetración inquisitiva de su razón, por la luz de su
inteligencia, intérprete de la naturaleza, cruce de la eternidad estable
con el tiempo fluyente y (lo que dicen los Persas) cópula del mundo
y como su himeneo, un poco inferior a los ángeles, en palabras de
David. Muy grande todo esto ciertamente, pero no lo principal, es decir,
que se arrogue el privilegio de excitar con justicia la máxima admiración. ¿Por
qué no admirar más a los mismos ángeles y a los beatísimos
coros celestiales? A la postre, me parece haber entendido por qué el
hombre es el ser vivo más dichoso, el más digno, por ello,
de admiración, y cuál es aquella condición suya que
le ha caído en suerte en el conjunto del universo, capaz de despertar
la envidia, no sólo de los brutos, sino de los astros, de las mismas
inteligencias supramundanas. Increíble y admirable. Y ¿cómo
no, si por esa condición, con todo derecho, es apellidado y reconocido
el hombre como el gran milagro y animal admirable?
[2]
Cual sea esa condición, oíd Padres con oídos atentos,
y poned toda vuestra humanidad en aceptar nuestra empresa. Ya el gran Arquitecto
y Padre, Dios, había fabricado esta morada del mundo que vemos, templo
augustísimo de la Divinidad, con arreglo a las leyes de su arcana
sabiduría, embellecido la región superceleste con las inteligencias,
animado los orbes etéreos con las almas inmortales, henchido las
zonas excretorias y fétidas del mundo inferior con una caterva de
animales y bichos de toda laña. Pero, concluido el trabajo, buscaba
el Artífice alguien que apreciara el plan de tan grande obra, amara
su hermosura, admirara su grandeza. Por ello, acabado ya todo (testigos
Moisés y Timeo), pensó al fin crear al hombre. Pero ya no
quedaba en los modelos ejemplares una nueva raza que forjar, ni en las arcas
más tesoros como herencia que legar al nuevo hijo, ni en los escaños
del orbe entero un sitial donde asentarse el contemplador del universo.
Ya todo lleno, todo distribuido por sus órdenes sumos, medios e ínfimos.
Cierto, no iba a fallar, por ya agotada, la potencia creadora del Padre
en este último parto. No iba a fluctuar la sabiduría como
privada de consejo en cosa así necesaria. No sufría el amor
dadivoso que aquél que iba a ensalzar la divina generosidad en los
demás, se viera obligado a condenarla en sí mismo.
Decretó al
fin el supremo Artesano que, ya que no podía darse nada propio, fuera
común lo que en propiedad a cada cual se había otorgado. Así pues,
hizo del hombre la hechura de una forma indefinida, y, colocado en el centro
del mundo, le habló de esta manera: "No te dimos ningún
puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!,
para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los
tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los
demás, una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que
les hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces; algunos angostos,
te la definirás según tu arbitrio al que te entregué.
Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más
cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en
ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal,
para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más
a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás
degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par
de las cosas divinas, por tu misma decisión." ¡Oh sin par
generosidad de Dios Padre, altísima y admirable dicha del hombre!
Al que le fue dado tener lo que desea, ser lo que quisiere. Los brutos,
nada más nacidos, ya traen consigo (como dice Lucilio) del vientre
de su madre lo que han de poseer. Los espíritus superiores, desde
el comienzo, o poco después, ya fueron lo que han de ser por eternidades
sin término. Al hombre, en su nacimiento, le infundió el Padre
toda suerte de semillas, gérmenes de todo género de vida.
Lo que cada cual cultivare, aquello florecerá y dará su fruto
dentro de él. Si lo vegetal, se hará planta; si lo sensual,
se embrutecerá; si lo racional, se convertirá en un viviente
celestial; si lo intelectual, en un ángel y en un hijo de Dios. Y,
si no satisfecho con ninguna clase de criaturas, se recogiere en el centro
de su unidad, hecho un espíritu con Dios, introducido en la misteriosa
soledad del Padre, el que fue colocado sobre todas las cosas, las aventajara
a todas. ¿Quién no admirará a este camaleón? o ¿qué cosa
más digna de admirar? No sin razón dijo Asclepio ateniense
que el hombre, en razón de su naturaleza mudadiza y trasformadora
de sí misma, era representado en los relatos místicos por
Proteo. De ahí aquellas metamorfosis de hebreos y pitagóricos.
Porque la teología más secreta de los hebreos, ya trasfigura
al santo Enoch en un ángel de la deidad, a quien llaman ya
en diversas realidades divinas. Y los pitagóricos trasforman a los
hombres malvados en brutos y, si creemos a Empédocles, en plantas.
Imitando lo cual, Mahoma tenía frecuentemente en la boca aquello
de que: «Quien se apartare de la ley de Dios, se hace un bruto»,
y con razón, porque a la planta no la hace la corteza, sino su naturaleza
obtusa e insensible, ni a los jumentos su pellejo, sino su alma de bestia
y sensual, ni al cielo el cuerpo redondo, sino la recta razón, ni
el ángel lo es por no tener cuerpo, sino por su inteligencia espiritual.
Así, si vieres a uno entregado a su vientre, arrastrándose
por el suelo, es una planta, no un hombre lo que ves; si vieres a alguien
enceguecido, como otra Calipso, con vanas fantasmagorías y embadurnado
con el halago cosquilloso de los sentidos, esclavo de ellos, bruto es, y
no hombre lo que ves; si a un filósofo discerniéndolo todo
a la luz de la recta razón, a éste venerarás, animal
celeste es, no terreno; si a un puro contemplativo olvidado del cuerpo,
recluido en las intimidades del espíritu, ese no es un animal, terrestre
ni celeste, es ése un superior numen revestido de carne humana.
¿Quién
no admirará al hombre? En las sagradas Letras, mosaicas y cristianas,
para nombrarle se habla de «toda carne» o «toda criatura»,
pues es así que él mismo se forja, se fabrica y transforma
en la imagen de toda carne, en la hechura de todo ser creado. Por ello escribe
Evantes Persa, al exponer la teología caldea, que el hombre no tiene
de por sí y por nacimiento una figura propia, sí muchas ajenas
y advenedizas; de ahí aquello de los caldeos es
decir, el hombre, animal de naturaleza multiforme y mudadiza.
[3]
Pero ¿a qué viene todo esto? Para que entendamos que, una vez
nacidos con esta condición dicha, de que seamos lo que queremos ser,
hemos de procurar que no se diga de nosotros aquello de: "Estando en
honor, no lo conocieron, hechos semejantes a los brutos y jumentos sin entendimiento",
sino más bien aquello del profeta Asaph: "Dioses sois todos
e hijos del Altísimo", y que por usar mal de la benevolentísima
generosidad del Padre, no vayamos a convertir en perniciosa la saludable
opción libre que nos otorgó. Que se apodere de nuestra alma
una cierta santa ambición de no contentarnos con lo mediocre, sino
anhelar lo sumo y tratar de conseguirlo (si queremos podemos) con todas
nuestras fuerzas. Desdeñemos lo terrestre, despreciemos lo celeste
y, finalmente, dejando atrás todo lo que es mundo, volemos hacia
la corte supermundana próxima a la divinidad augustísima.
Allí,
como nos dicen los oráculos sagrados, se aventajan los Serafines,
los Querubines y los Tronos. Emulemos la dignidad y la gloria de éstos,
puestos ya en no retroceder a un segundo puesto. Si nos empeñamos,
en nada seremos inferiores a ellos.
[4]
Pero ¿cómo y con qué género de acciones? Veamos
lo que ellos hacen, qué clase de vida vivan. Si esa misma vivimos
nosotros (pues podemos), igualaremos su suerte. El Serafín arde en
fuego de amor, el Querubín brilla con el esplendor de la inteligencia,
inconmovible esta el Trono con la firmeza del juicio. Si, pues, sumergidos
en una vida de actividad externa, tomamos con ponderado juicio el cuidado
de los inferiores, nos afirmamos con la misma solidez de los Tronos; si,
liberados del afán de la acción, granjeamos el ocio contemplativo,
considerando en la obra al Artífice y en el Artífice a la
obra, resplandeceremos con luz querúbea por todo nuestro ser; si
con el amor nos apegamos ardientemente al mismo y solo Artífice con
aquel fuego devorador, nos inflamaremos de repente en forma seráfica.
Sobre el Trono, es decir, sobre el juez justo, descansa Dios, Juez de los
siglos; sobre el Querubín, o sea el contemplativo, aletea | El, y
con su calor incubador, como que lo hace germinar, pues el Espíritu
del Señor se cierne sobre las aguas, las de sobre el firmamento,
las que en Job alaban a Dios con himnos matinales. El que es Serafín,
o sea amante, en Dios está y Dios en él; más, Dios
y él son una misma cosa. Grande el poder de los Tronos, que alcanzaremos
juzgando, insuperable la sublimidad de los Serafines, que tocaremos amando.
Mas, ¿cómo
será posible juzgar o amar alguien aquello que no conoce? Moisés
amó a Dios a quien vio y administró justicia en su pueblo
por lo que antes contempló en la montaña. Diremos, pues, que
el Querubín, mediando en nuestro empeño, nos prepara con su
luz para el fuego seráfico, y nos ilumina igualmente para el juicio
de los Tronos. Este es e1 lazo de unión de las más altas inteligencias,
el trámite de Minerva que gobierna la filosofía especulativa,
el que hemos nosotros de emular y ambicionar primero, y de tal manera asimilar,
que de allí pasemos a escalar las más altas cumbres del amor,
y así, bien enseñados y preparados, descendamos a poner por
obra las exigencias de la acción. Todavía era preciso, para
conformar nuestra vida con el ejemplar de la vida querúbea, tener
bien presente y a punto, qué clase de vida sea la suya, cuáles
sus acciones, cuáles sus obras. Y como no nos es dado conseguir esto
por nosotros mismos, que somos carne y sólo gustamos lo que hay a
ras de tierra, acudamos a los Padres antiguos que podrán darnos abundantísima
y segura cuenta de todo esto, como de cosas de casa y a ellos familiares.
[5]
Preguntemos a Pablo Apóstol, vaso de elección, cuando fue
arrebatado al tercer cielo,qué es lo que vio hacer a los ejércitos
de los Querubines. Responderá, por su intérprete Dionisio,
que, lo primero, se purifican, luego son iluminados y por fin llegan a perfectos.
Nosotros, pues, emulando en la tierra la vida querúbea, purgaremos
nuestra alma, refrenando, por medio de la ciencia moral, los ímpetus
de nuestras pasiones, disipando con la dialéctica las tinieblas de
la razón, expeliendo así las inmundicias de la ignorancia
y de los vicios, de forma que, ni se desboquen indómitos nuestros
afectos, ni caiga inconsideradamente nuestra razón en trances de
delirio. Entonces venga la filosofía natural a bañar con su
luz nuestra alma, ya bien recompuesta y purificada, y, finalmente, la lleve
a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas. Y para
no quedarnos en los nuestros, preguntemos al patriarca Jacob, cuya figura
resplandece en trono de gloria. Nos instruirá este sapientísimo
Padre, dormido acá en el suelo y vigilante allá en la altura;
y lo hará por modo de alegoría (así les acontecía
en todo), diciéndonos que hay una escala apoyada en la Tierra y alargada
hasta el último Cielo, señalada con un gran número
de gradas, con el Señor arriba sentado en lo alto, y los ángeles
contemplativos alternativamente subiendo y bajando por las gradas.
Si,
pues, hemos de emplearnos en lo mismo, codiciando esa semejanza con la vida
angélica, ¿quién, pregunto, llegará a esa escala
del Señor con sórdido pie o con manchadas manos? Al impuro,
como dicen los sagrados textos, no le es lícito tocar lo puro. Pues ¿cuáles
son esos pies y esas manos? Diremos que los pies del alma son aquella porción
despreciabilísima, con la cual se asienta en la materia, como en
el suelo de la Tierra, quiero decir, la potencia nutricia y tragona, incentivo
de placer y maestra de molicie. Las manos del alma, ¿no diremos que
son la potencia irascible, que lucha por ella, aliada del apetito, y que
cobra su presa al polvo y al sol, presa que ella, dormitando a la sombra,
engulle y se refocila? Estas manos y estos pies, a saber, toda la parte
sensual, en la que tiene su asiento el halago del cuerpo, que retiene al
alma (como dicen) agarrándola por el cuello, hemos de lavar con la
filosofía moral, como con un chorro de agua fluyente, para no ser
apartados de la escala como profanos y manchados. Y ni esto bastará si
queremos ser compañeros de los ángeles discurriendo por la
escala de Jacob, si previamente no somos entrenados e instruidos para avanzar
debidamente de peldaño en peldaño, para no salimos nunca de
la escala y para acertar en nuestros movimientos alternativos por ella.
Y cuando ya, por el arte sermocinal o racional, hayamos conquistado esto,
entonces, vivificados por el espíritu querúbeo, filosofando
por los grados de la escala, es decir, de la naturaleza, yendo por todas
las cosas con un movimiento de centro al centro, o bien descenderemos, disolviendo
el Uno en la multitud, con fuerza titánica, como a Osiris, o bien
ascenderemos, recogiendo los miembros de Osiris, tornándolos a la
Unidad, con fuerza apolínea, hasta que, finalmente, lleguemos a la
consumación, descansando con felicidad teológica en el seno
del Padre, que está en lo más alto de la escala.
[6]
Preguntemos también al justo Job, que selló un pacto con el
Dios de la vida antes de venir él mismo a la vida, qué es
lo que principalísimamente desea el altísimo Dios en aquellos
millones que le asisten; responderá ciertamente que la paz, según
aquello que leemos en él: "el que hace la paz en las alturas".
Y como los imperativos de un orden supremo los interpreta para los órdenes
inferiores un orden intermedio, que nos interprete Empédocles, filósofo,
las palabras del teólogo Job. Aquél distingue una doble naturaleza
en nuestras almas; por la una, somos elevados a lo celeste; por la otra,
somos empujados a lo bajo, lo que nos traduce él con los nombres
de la discordia y amistad, o bien, de guerra y de paz, según lo muestran
sus poemas; y se duele él de que, zarandeado por la discordia y la
guerra, semejante a un loco, huyendo de los dioses, se ve lanzado al abismo.
Varia
es, en efecto, Padres, entre nosotros la discordia, graves e intestinas
luchas tenemos en casa, más que guerras civiles; y si no queremos
que las haya, si anhelamos aquella paz que nos levante a lo alto, hasta
ponernos entre los próceres del Señor, sólo la filosofía
nos contendrá y pondrá en paz de veras dentro de nosotros.
Primero, la moral, si tan sólo nuestro hombre busca una tregua con
los enemigos, enfrenará las desbocadas salidas del multiforme animal
que llevamos dentro y quebrantará las trifulcas, las furias y asaltos
del león de fuera. Después, si más cuerdamente mirando
por nosotros, deseamos la seguridad de una paz duradera, aquélla
misma estará a punto y colmará generosamente nuestros deseos.
Pues, herida de muerte una y otra fiera, como puerca sacrificada, sellará un
pacto inviolable de paz santísima entre la carne y el espíritu.
La dialéctica calmará las tropelías de una razón
nutrida de incoherencias verbales y los engaños envueltos en silogismos
de un adversario atosigante y alborotado. La filosofía natural calmará las
discordias de la opinión, los desacuerdos que atormentan, dislocan
y dilaceran el alma inquieta. Pero de tal manera los calmará, que
haremos bien en recordar aquello de Heráclito, que la naturaleza
fue engendrada por la guerra y, por lo mismo, fue apellidada lucha por Homero.
Por esto, no es ella, la filosofía, la llamada a darnos el verdadero
sosiego y paz firme; ese es oficio y privilegio de la Teología santísima.
Hacia ésta nos mostrará aquélla el camino y aun nos
acompañará haciendo de guía; la cual Teología,
viéndonos de lejos acudir a ella, "Venid a mí –clamará– los
que os fatigasteis, venid y yo os aliviaré; venid a mí y yo
os daré la paz que el mundo y la naturaleza no os pueden dar".
[7]
Tan blandamente llamados, tan benignamente invitados, volando con pies alados
como otros Mercurios terrestres, a los abrazos de la madre bienhadada, gozaremos
de la deseada paz, paz santísima con unión indisoluble, en
amistad unánime, en que todas las almas no sólo concuerdan
con una Mente que es sobre toda mente, sino que en un cierto modo inefable,
se hacen por completo una cosa con ella. Esta es aquella amistad que dicen
los pitagóricos ser el fin de toda la filosofía. Esta aquella
paz que se labra Dios en sus alturas, la que los ángeles, descendiendo
a la tierra, anunciaron a los hombres de buena voluntad, para que, por ella,
los mismos hombres, ascendiendo hasta el Cielo, Se hicieran ángeles.
Esta paz deseemos para los amigos, ésta para nuestro tiempo, ésta
para toda casa en que entremos; ésta deseemos para nuestra alma,
de forma que, por la misma, se haga ella morada de Dios; que después
de haber lanzado, por virtud de la moral y la dialéctica, todas sus
inmundicias, tras haberse embellecido con las diversas partes de la filosofía
como con un atuendo de corte, y haber coronado los dinteles de las puertas
con las guirnaldas de la Teología, descienda el Rey de la gloria,
quien, viniendo con el Padre, ponga en ella su morada. Si se hace digna
de tan gran huésped, más bien inmensa clemencia suya, engalanada
con un vestido de oro, como manto nupcial, rodeada de la multicolor variedad
de las ciencias, recibirá al hermoso huésped no ya como huésped,
sino como esposo, para nunca más separarse del cual deseará antes
ser arrancada de su pueblo y de su casa paterna, más aún,
olvidada de sí misma, ansiará morir así para vivir
en el esposo, a cuya vista es preciosa la muerte de sus santos, aquella
muerte, si cabe llamarla muerte, mejor plenitud de vida, en cuya consideración
pusieron los sabios el oficio de la filosofía.
[8]
Citemos también al mismo Moisés, poco inferior a la fontal
plenitud de inteligencia sacrosanta e inefable, de la que los ángeles
sacan para apurar su néctar. Oigamos al juez venerando quien, a los
que habitamos la desierta soledad de este cuerpo, así promulga sus
leyes: «los que, manchados, aún necesitan de la moral, moren
con el pueblo al aire libre, como los sacerdotes de Tesalia, alejados de
la tienda de la alianza, en régimen de expiación. Los que
ya arreglaron sus costumbres, admitidos al Santuario, todavía no
toquen las cosas santas, sino antes, como cumplidos Levitas de la filosofía
ejercitando el servicio dialéctico, sirvan aún fuera, a los
ritos sagrados. Luego, ya admitidos a participar en éstos, como ejercicio
sacerdotal de la filosofía, contemplen ya
el ornato polícromo de la corte de Dios supremo, es decir, el Cielo
sideral, ya el celeste candelabro de siete lámparas, ya los otros
ornatos de piel del Santuario; y así, al final, por virtud de la
sublimada Teología, recibidos en lo más secreto del Templo,
sin velo alguno de imagen interpuesto, gocemos de la gloria de la Divinidad».
Esto nos lo manda Moisés, y mandando, nos amonesta, acucia e invita
a que, por la filosofía, mientras podamos, nos preparemos el camino
a la futura gloria del cielo.
[9]
Pero ni sólo Moisés, o los misterios cristianos, también
la teología de los Antiguos nos muestra los bienes y la dignidad
de las artes liberales, en cuya discusión estoy metido. ¿Qué otra
cosa significan, en efecto, los grados de los iniciados observados en los
misterios de los griegos? En los cuales, purificados primero mediante aquellas,
que hemos dicho artes expiatorias, a saber, la moral y la dialéctica,
les llegaba la recepción en los misterios. ¿Qué otra
cosa puede ser eso sino la investigación de los secretos de la naturaleza
mediante la filosofía natural? Entonces, ya así preparados,
venía aquella ,
es decir, la contemplación de las cosas divinas mediante la luz de
la Teología. ¿Quién no anhelará ser iniciado en
semejantes misterios? ¿Quién, despreciando todo lo humano, hollando
los bienes de la fortuna, descuidado del cuerpo, no deseará, todavía
habitante de esta tierra, ser comensal de los dioses, y embriagado con el
néctar de eternidad, mortal animal aún, recibir el regalo
de la inmortalidad? ¿Quién no querrá ser arrebatado por
los transportes aquellos de Sócrates que describe Platón en
el Fedro, y, remando con pies y alas, en velocísima carrera,
huir de aquí, de este mundo, todo dominado por el maligno, y ser
llevado a la Jerusalén celestial? Seremos transportados, Padres,
seremos arrebatados por los entusiasmos socráticos, que nos sacarán
de tal manera fuera de nosotros mismos, que pondrán a nuestra mente
y a nosotros mismos en Dios. Seremos así llevados, si antes hubiéremos
hecho lo que está en nuestro poder. Si, efectivamente, por la moral,
las fuerzas de los apetitos van dirigidas por sus cauces regulares según
las debidas funciones, de modo que resulte de ello un concierto acordado,
sin disonancias perturbadoras; y, si, por la dialéctica, se mueve
la razón avanzando hacia su propio orden y medida, tocados por el
arrebato de las Musas, henchiremos nuestros oídos con la armonía
celeste. Entonces el corifeo de las Musas, Baco, revelándonos a nosotros
filosofantes, en sus misterios, es decir, en los signos de la naturaleza
visible, lo invisible de Dios, nos embriagará con la abundancia de
la casa de Dios, en toda la cual si somos, como Moisés fieles, haciendo
su entrada la Teología, nos enardecerá con un doble ímpetu:
por un lado encumbrados a aquel elevadísimo mirador, midiendo desde
allí con la eternidad indivisible lo que es, lo que será y
lo que fue, y contemplando la Primera Hermosura, seremos amadores alados
de ella como apolíneos vates, y por otro, pulsados como por un plectro
por el amor inefable, convertidos en encendidos Serafines, fuera de nosotros,
henchidos de Divinidad, no seremos ya nosotros mismos, seremos Aquel mismo
que nos hizo.
[10]
Si alguien se pone a escudriñar los sagrados nombres de Apolo, sus
ocultos y misteriosos sentidos, verá que aquel dios, tanto representa
a un filosofo como a un poeta. Y, pues, ya Ammonio lo trató y concluyó suficientemente,
no hay por qué lo lleve yo ahora por otros caminos. Pero evocad,
Padres, los tres preceptos deíficos imprescindibles para aquéllos
que han de penetrar en el sacrosanto y augustísimo Templo, no ya
del figurado, sino del verdadero Apolo, de Aquel que ilumina a toda alma
que viene a este mundo; veréis que no otra cosa nos inculcan sino
que tomemos a pechos, con todas nuestras fuerzas, esta filosofía
tripartita, en torno a la cual gira nuestra presente disputa. Porque aquello
de ,
es decir, "nada en demasía", viene a dar norma y regla
a todas las virtudes con el criterio de la mediedad, de la que se ocupa
la moral. Y aquel ,
es decir, "conócete a ti mismo",
nos incita y estimula al conocimiento de toda la naturaleza, cuyo broche
y como resumen es la naturaleza del hombre; pues quien se conoce, conoce
todo en sí, como escribieron ya, primero Zoroastro, y luego Platón
en el Alcibíades. Finalmente, iluminados por este conocimiento
mediante la filosofía natural, muy cerca ya de Dios, pronunciando
el EI, es decir, "Eres", con invocación teológica,
nombraremos, tan familiar como felizmente, al verdadero Apolo.
[11]
Preguntemos también al sapientísimo Pitágoras, sabio,
ante todo, porque nunca se consideró digno del nombre de sabio. Nos
ordenará primero que no nos sentemos sobre el celemín, es
decir, que no perdamos por desidia, ni aflojando por vagancia, la parte
racional con la que el alma todo lo mide, lo juzga y lo escudriña,
sino que con el ejercicio y regla dialéctica, asidua mente la dirijamos
y excitemos. Y luego nos pondrá en guardia contra dos cosas; una,
mear contra el sol, y otra, cortarnos las uñas durante el sacrificio.
Sólo cuando, por la moral, hayamos expulsado fuera las apetencias
lúbricas de los desbordados deleites, y hayamos cercenado los rebordes,
como afilados salientes, de la ira y las púas del alma, entonces,
y sólo entonces, entremos a tomar parte en los ritos sagrados, a
saber, en los misterios antes mencionados de Baco, cuyo padre y guía
con razón se dice ser el Sol; entonces será nuestro vacar
a la contemplación. Lo último, nos mandará que echemos
comida al gallo, quiere decir, que alimentemos la parte divina de nuestra
alma con el conocimiento de las cosas divinas como con manjar sólido
y ambrosía celeste. Este es el gallo a cuya vista el león,
es decir, toda potestad terrena, tiembla y reverencia; éste es aquel
gallo al que leemos en Job [38, 36] haberle sido dada inteligencia; al canto
de este gallo el hombre descarriado vuelve en sí. Este gallo, al
alborear el crepúsculo matutino, cuando cantamos a Dios con los luceros
de la mañana, viene cada día a sumarse al concierto. Este
gallo, Sócrates [Fedón 118a], ya a punto de muerte
y en la espera de unirse la divinidad de su alma a la divinidad del gran
mundo, dice deberlo a Esculapio, como a médico de las almas, aun
fuera ya de toda contingencia de enfermedad.
[12]
Reseñamos también los testimonios de los caldeos; veremos (si
les damos fe) que está abierta a los mortales, por las mismas artes,
la vía a la felicidad. Escriben los exegetas caldeos haber afirmado
Zoroastro que el alma era alada, y que, desprendiéndose las alas,
cayó precipitada en el cuerpo; pero, volviendo aquéllas a crecerle,
remontó el vuelo hacia los dioses; preguntándole los discípulos
por qué vía conseguirían ellos unos ánimos voladores
con alas bien plumadas: "regad, dijo, las alas con las aguas de la vida".
De nuevo, insistiendo ellos, de dónde obtendrían tales aguas,
por vía de parábola (como era su estilo) les respondió [ver Génesis 2,
10-14]: "Con cuatro ríos es bañado y regado el paraíso
de Dios; de allí sacaréis para vosotros aguas saludables; el
que viene del Septentrión se llama Pischón, que quiere decir
lo recto; el que viene del Poniente, Dichón, que significa expiación;
el que viene del Oriente, Chiddekel, que suena a luz, y el que viene del
Sur, Perath, que puede traducirse por piedad". Fijaos, Padres, mirad
atentamente lo que significan estas enseñanzas de Zoroastro; con seguridad
no otra cosa sino que, por la ciencia moral, como con baños recios
del Septentrión, expiemos las impurezas de nuestros ojos; por la dialéctica,
como con una regla boreal, untemos su pupila para lo recto. Entonces por
la consideración de la filosofía natural, vayamos acostumbrándonos
a aguantar la luz, aún tenue, de la verdad, como los primeros destellos
del sol en su nacimiento, hasta que, por fin, por la devoción teológica
y culto santo de Dios, sostengamos esforzadamente, cual águilas de
altura, el fortísimo resplandor del sol en su cenit meridial. Estos
pueden ser aquellos saberes matinales, meridianos y vespertinos, cantados,
primero, por David [Salmos, 55 (54)] y explicados más ampliamente
por Agustín. Esta es aquella luz de fuego de mediodía que hiere
en la cara e inflama a los Serafines y que igualmente ilumina a los Querubines.
Esta es la región hacia la cual dirigía siempre sus
pasos el viejo patriarca Abraham. Este aquel lugar donde, según la
opinión de los cabalistas y de los moros, no hay lugar para los espíritus
inmundos. Y si de los muy secretos misterios es lícito sacar algo
a la luz pública siquiera sea bajo velo de enigma, puesto que la repentina
caída del cielo hirió de vértigo la cabeza de nuestro
hombre y, según Jeremías [9, 10], colándose la muerte
por las ventanas, dañó el hígado y el corazón,
invoquemos a Rafael, el médico celestial, que nos curará con
los saludables fármacos de la moral y de la dialéctica. Ya
de nuevo restablecidos a buena salud, vendrá a morar con nosotros
Gabriel, la fuerza de Dios, quien, llevándonos a través de
los milagros del orden natural, mostrándonos por doquier la virtud
y el poder de Dios, finalmente nos entregará al sumo Sacerdote, Miguel,
el cual, a los que dimos buena cuenta de nosotros, sirviendo bajo las banderas
de la filosofía, nos marcará, como con corona de piedras preciosas,
con el sacerdocio de la Teología.
[13]
Estas son las cosas, Padres respetabilísimos, que, no sólo
me animaron, sino me empujaron al estudio de la filosofía. Cosas que
de cierto no pensaba decir si no tuviera que responder a los que suelen proscribir
el estudio de la filosofía, máxime para las personas principales,
o, en general, para los que viven con una fortuna pasable. Pues todo esto
que es filosofar (tal es la desgracia de nuestro tiempo) tira más
a desprecio e injuria que a honor y gloria. Hasta este grado penetró ya
en la mente de casi todos esta nefasta y monstruosa creencia de que en modo
alguno hay que filosofar, o sólo por pocos, como si en el explorar
hasta lo último y hacerse familiar las causas de las cosas, los usos
de la naturaleza, el sentido del universo, los designios de Dios, los misterios
de los cielos y de la Tierra, no hubiera más que el interés
de granjearse algún favor o de proporcionarse algún lucro.
Se ha llegado (¡oh dolor!) hasta no tenerse por sabios sino a los que
convierten en mercenario el cultivo de la sabiduría, y se da así el
espectáculo de una púdica Minerva, huésped de los mortales
por regalo de los dioses, arrojada, gritada, silbada. No tener quien la ame,
quien la ampare, a no ser que ella, como prostituta y cambiando por unas
monedas su deflorada virginidad, eche en el cofrecito del amante la mal ganada
paga. Todo lo cual yo, no sin grandísimo dolor e indignación,
lo digo, no contra los príncipes, sino contra los filósofos
de este tiempo, los que piensan y proclaman que no vale la pena filosofar,
porque para los filósofos no hay establecidos ningunos premios, ninguna
paga, como si no bastara esto para demostrar con ello que no son filósofos.
Pues, si toda su vida está puesta en la ganancia o en la ambición,
claro es que no abrazan el conocimiento de la verdad por sí misma.
Me concederé esto a mí, y no me avergonzaré de alabarme
por no haberme puesto a filosofar por otra causa sino por el filosofar mismo,
ni esperar o buscar de mis estudios y de mis elucubraciones otra recompensa
o fruto que el cultivo del espíritu y el conocimiento de la verdad,
siempre y en alto grado deseada. Tan deseoso y apasionado por ella siempre
fui que, desechado todo cuidado de asuntos privados y públicos, me
entregué todo al ocio de la contemplación, del cual ningunas
murmuraciones de los envidiosos, ningún dicterio de los enemigos de
la sabiduría me pudieron hasta ahora, ni en lo futuro me podrán
apartar. Me enseñó la misma filosofía a depender de
mi propio sentir más que de los juicios de otros, y a cuidar, no tanto
de no andar en las lenguas maldicientes, cuanto de no decir ni hacer yo mismo
algo malo.
[14]
Ciertamente, no se me ocultaba, Padres respetabilísimos, que esta
mi Disputa iba a ser tan grata y agradable para todos vosotros que favorecéis
las buenas artes y que quisisteis honrarla con vuestra augustísima
asistencia, como pesada y molesta para muchos otros, Sé que no faltan
quienes reprobaron ya antes mi propósito y lo condenan ahora con muchos
apelativos. Fue ya usual no tener menos, por no decir más, detractores
lo bueno y santo que se hace para la virtud, que lo inicuo y perverso que
va para el vicio. Hay quienes no aprueban todo este género de disputas
y de debatir en público temas doctrinales, afirmando que es más
para la pompa vana del ingenio y la ostentación del saber que para
el aumento del conocimiento. También hay quienes, sin reprobar este
género de ejercicios, de ninguna manera lo aprueban en mí;
que yo a mi edad, a mis veinticuatro años, haya osado proponer tal
Disputa sobre altísimos misterios de la Teología cristiana,
sobre pasajes profundísimos de la Filosofía, de disciplinas
desconocidas, y esto en una celebérrima Urbe, ante una lucidísima
asamblea de doctísimos varones, a la vista del senado apostólico.
Otros todavía, concediéndome esto, que baje a la Disputa, no
acceden a que abarque las novecientas cuestiones, incriminándome,
tanto la superfluidad y ambición, como el emprender lo superior a
mis fuerzas. A decir verdad, me hubiera rendido en seguida a estas objeciones,
si en este sentido me hubiera guiado la filosofía que profeso; y de
aconsejarme ella así, no respondería en esta hora, si creyera
que la tal Disputa entablada entre nosotros, lo era sólo por el afán
de pelea y de contienda. Por ello, quede fuera todo propósito de atacar
o de herir, y la mala sangre, que dice Platón estar siempre ausente
del concierto divino [Fedro 247a], huya también de nuestras
mentes, y pongámonos amistosamente a considerar si vale la pena mi
Disputa y si vale discutir de tal número de cuestiones.
[15]
Lo primero, pues, a los que recriminan este uso de la Disputa pública
no les voy a decir muchas cosas, dado que esta culpa, si es culpa, no sólo
me es común con vosotros todos, doctores excelentísimos, que
muchas veces, y no sin extremada loa y gloria, habéis cumplido con
este oficio, sino común también con Platón y Aristóteles,
y con autorizadísimos filósofos de todos los tiempos. Tenían éstos
por averiguadísimo que nada era tan importante para alcanzar el conocimiento
de la verdad, en cuya busca se afanaban, como frecuentar al máximo
este ejercicio de disputa. Porque, así como por la gimnasia se robustecen
las fuerzas del cuerpo, así, sin género de duda, en esta palestra
literaria, las fuerzas del alma se tornan incomparablemente más fuertes
y más lozanas. Y pienso yo que los poetas, cuando cantan las armas
de Minerva, o cuando los hebreos ponen al hierro
como símbolo de los hombres sabios, no otra cosa quieren darnos con
ello a entender sino los limpísimos combates de esta clase, como imprescindibles
para adquirir la sabiduría. Y por la misma razón, de seguro,
también los caldeos, en la crianza del que va a ser filósofo,
quieren que Marte mire a Mercurio con una triple mirada, como si, quitando
estos encuentros, estas luchas, cayera en sopor y somnolencia toda filosofía.
[16]
Bien veo, ciertamente, que me es más difícil salvar la razón
de mi desacuerdo con aquéllos que me achacan mi incompetencia en este
terreno. Pues, si afirmo la competencia, veo caer sobre mí la nota
de inmodesto y engreído; si me reconozco incompetente, cargaré con
el reproche de temerario y desaconsejado. Ved en qué apuros me he
metido, en qué lugar me he colocado, donde no puedo, sin faltar, prometer
de mi lo que, sin faltar, no puedo dejar de dar. Por ventura me valdrá aquello
de Job que "el espíritu está en todos" [32, 8], y
lo de Pablo a Timoteo, "nadie desprecie tu juventud" [I, 4, 12].
Pero con mucha más verdad diré, desde la sinceridad y convicción
de mi ánimo, que nada hay en nosotros de grande ni singular. No negaré que
soy estudioso y amante de las buenas artes, pero nombre de docto, ni lo tomo
ni me lo arrogo. Por lo cual, el haberme echado sobre los hombros un tan
gran peso, no fue porque no fuésemos conscientes de nuestra debilidad,
sino porque sabía que esta suerte de peleas, es decir, literarias,
tiene de peculiar, que ser vencido en ellas es ganar. De lo que resulta que
el más pobre de, luces puede y debe no sólo emplearse en ellas,
sitio adelantarse a desearlas. Puesto que el que cae recibe del vencedor
beneficio, no daño. Por él, en efecto, torna a casa más
rico, es decir, más docto, y más pertrechado para ulteriores
encuentros. Con ello confortado yo, soldado bisoño, no he temido entablar
tan recio combate con los más diestros y valerosos. Que si en esto
ha habido temeridad o no, más atinadamente lo dirá quien juzgue
más por el éxito de la pelea que por nuestra edad.
[17]
Resta, pues, en tercer lugar, responder a aquellos a quienes ofende tan numerosa
serie de cuestiones propuestas, como si la carga fuera a pesar sobre sus
hombros y no sobre los míos, que habrán de soportar a solas
todo el trabajo. Poco razonable, en verdad, y sobremanera impertinente querer
poner medida al empeño ajeno y, como afirma Cicerón, afectar
medianía en aquello que tanto es mejor cuanto más es. En definitiva,
al arrostrar tan colosal hazaña, preciso era o sucumbir en ella o
darle cima. Si salía con ella adelante, no veo por qué lo que
es para alabar, acertando en diez cuestiones, sea vituperable acertando en
novecientas. Si sucumbía, tendrían, los que me quieren mal,
de dónde acusarme, y los que me quieren bien, de dónde excusarme.
Pues en asunto tan grande y tan desmesurado, que un adolescente falle, por
cortedad de talento o por poquedad de doctrina, más es digno de indulgencia
que de acusación. El mismo poeta dirá [Propercio, Eleg.,
lib. III]:
si fallan las fuerzas, la osadía será un
honor, en lo grande vale ya el querer.
Pues
si en nuestro tiempo muchos, imitando a Gorgias Leontino, no sin aplauso,
acostumbraron a proponer disputas, no digo ya sobre novecientos temas, sino
sobre todas las cuestiones de todas las artes, ¿por qué no
va a serme a mí permitido, sin faltar en nada, disputar sobre multitud
de cosas, muchas, sí, pero ciertas y determinadas?
Pero
eso, dicen, es superfluo y ambicioso. Yo, por el contrario, sostengo que
no he hecho esto a la ligera, sino por necesidad, como, aun a su pesar, se
verán ellos forzados a reconocer, si se ponen a considerar conmigo
la naturaleza del filosofar. Porque los que se adhieren a alguna de las familias
de filósofos, inclinándose a Tomás, por ejemplo, o a
Escoto, que son ahora muy leídos, sólo pueden arriesgar sus
propias opiniones en la discusión de unas pocas cuestiones. Pero yo
de tal manera me formé que, no jurando en palabras de nadie, me he
internado por todos los maestros de la filosofía, he revuelto todos
los pergaminos, he pasado revista a todas las escuelas. Y como tenía
que pronunciarme sobre todas ellas, no fuera que si, por defender una opinión
particular, posponía las otras, pareciera vinculado a aquella, no
pudo ser sino que, aun diciendo poco de cada una, fuesen muchas las cosas
que se ofrecía decir, al mismo tiempo, de todas. Y nadie me reproche
que haga asiento allí dondequiera me empujan los vientos de la hora,
pues fue ya uso de todos los Antiguos revolver toda clase de escritos, y
no dejar por leer, en lo posible, los comentarios de otros. Principalmente
desde Aristóteles que, por esta causa, era apellidado por Platón
el " ",
es decir, el lector. Y, a decir verdad, de bien estrecho espíritu
es encerrarse sólo en el Pórtico, o sólo en la Academia,
ni es posible escogerse con tino para sí una familia propia, entre
todas, quien no ha tenido antes trato familiar con todas. Juntad a ello que
en cada familia hay algo sobresaliente que no tiene de común con las
demás.
[18]
Y para comenzar con los nuestros, a los que en el último tiempo llegó la
filosofía, hay en Juan Escoto cierta lozanía y sutileza, en
Tomás solidez y equilibrio, en Egidio diafanidad y justeza, en Francisco
lo incisivo y agudo, en Alberto lo añejo, vasto y grandioso, en Enrique,
es mi opinión, siempre lo sublime y venerando. Entre los árabes,
en Averroes hay firmeza irrebatible, en Avempace, en Alfarabi, seriedad y
ponderación. En Avicena se echa de ver lo divino y lo platónico.
En los griegos, en general, siempre la filosofía es clara y acendrada.
En Simplicio abundosa y rica, en Temistio elegante y compendiosa, en Alejandro
coherente y erudita, en Teofrasto elaborada a conciencia, en Ammonio, suelta
y amena. Y si volvemos a los platónicos, para citar unos pocos, en
Porfirio te deleitarás con la abundancia de materias y una religiosidad
polifacética, en Jámblico venerarás una filosofía
más oculta, y con los misterios y ritos de los bárbaros, en
Plotino no hay al pronto qué admirar en particular, pues siempre resulta
admirable, ya hable divinamente de lo divino, ya de lo humano sobrehumanamente,
con una sutil ambigüedad de estilo, que sudan los platónicos
para, a duras penas, entenderle. Paso por alto a los más recientes,
a Proclo, con su desbordante fecundidad asiática, y a los que de él
derivaron, Hermias, Damascio, Olimpiodoro, y muchos otros, en todos los cuales aquel
" ",
lo divino, brilla siempre como divisa propia de los platónicos.
[19]
Además, si alguna secta hay que ataca las proposiciones más
evidentes y se mofa con malsana agudeza de las buenas causas, esa confirma
la verdad, no la debilita, igual que al revolver el rescoldo no se apaga,
sino se aviva la llama mortecina. Movido yo por estas razones, quise traer
a cuento las opiniones, no de una en particular (como hubiera agradado a
algunos), sino de cualesquiera escuela o doctrina, a fin de que, con el cotejo
de muchas y con la discusión de las más variadas filosofías,
luciera más claro a nuestras mentes aquel fulgor de la verdad, del
que habla Platón en sus Cartas [VII, 341d], como el
Sol naciente emergiendo de las profundidades. ¿Qué sería
si sólo tratáramos de la filosofía de los latinos, de
Alberto, de Tomás, de Escoto, de Egidio, de Francisco y de Enrique,
omitiendo a los filósofos griegos y a los árabes? Siendo así que
toda la sabiduría derivó a los griegos de los bárbaros,
y de los griegos a nosotros.
Así fue
constante proceder de los nuestros, al hacer filosofía, al apoyarse
en descubrimientos ajenos y cultivar los campos de otros. ¿Qué sería
ocuparse de los peripatéticos en la filosofía natural si no
se traía también a cuento la Academia de los platónicos,
cuyas enseñanzas, en especial sobre las cosas divinas, se han tenido
(testigo Agustín) entre todas las filosofías como la más
santa, y, por primera vez, que yo sepa (y que no se tome a mal la palabra),
después de muchos siglos, ha sido traída por mí a público
examen y disputa? ¿A qué venía el tratar de las opiniones
de los otros, sin exclusión, si, convidados a este banquete de sabios,
entráramos sin escotar lo nuestro, sin aportar nada propio, ningún
parto del ingenio y trabajo de nuestra parte? Ciertamente, no es de bien
nacidos (como dice Séneca) [Cartas a Lucilio, 33, 7]
el saber circunscrito a glosas, como si los descubrimientos de los mayores
nos hubieran cerrado los caminos a nuestro ingenio, como si se hubiera agotado
en nosotros el vigor de la naturaleza, sin fuerza ya para engendrar por sí mismo
algo nuevo que, si no vale para demostrar la verdad, sí al menos para
insinuarla siquiera de lejos. Pues si en el campo el agricultor y en la mujer
el marido aborrecen la esterilidad, no menos aborrecerá al alma infecunda
una mente divina a ella pegada, cuando sobre todo espera de ella una mucho
más noble prole.
[20]
Por todo ello, no contento yo con haber añadido a las doctrinas comunes
otras muchas de la antigua teología de Mercurio Trismegisto, muchas
de las enseñanzas de los caldeos y de Pitágoras, muchas de
las más arcanas de los misterios de los hebreos, propusimos a disputa
también una multitud de cosas halladas y meditadas por nosotros tocantes
a asuntos naturales y divinos.
[21]
Propusimos primeramente una concordia entre Platón y Aristóteles,
por muchos creída, por ninguno suficientemente demostrada. Prometió hacerla
Boecio entre los latinos; no se ve que llevara nunca a cabo lo que siempre
quiso. Entre los griegos Simplicio, que se propuso lo mismo, ojalá lo
hiciera igual que lo prometió. Escribe Agustín en los Académicos [Contra
Académicos, III, 19] que no faltaron muchos que con sutilísimas
disquisiciones intentaron demostrar lo mismo, a saber, que la de Platón
y la de Aristóteles son una misma filosofía. Juan el Gramático,
bien que asegure que las disidencias entre Platón y Aristóteles
sólo existen para aquellos que no entienden las expresiones de Platón,
pero luego dejó el probarlo a los venideros. Añadimos muchos
pasajes en los que los pareceres de Escoto y Tomás, los de Averroes
y Avicena, que se tienen por discordantes, afirmamos que concuerdan entre
sí.
[22]
En segundo lugar hemos puesto lo que pensamos de la filosofía, tanto
aristotélica como platónica, más otras setenta y dos
nuevas tesis físicas y metafísicas, las cuales, si alguien
las sostiene, podrá (si no me engaño), como será para
mi en breve manifiesto, resolver cualquier cuestión de las cosas naturales
y divinas, mediante un razonamiento muy distinto de aquel que hemos aprendido
en la filosofía que se enseña en las escuelas y que se cultiva
por los doctores del tiempo.
Ni era
tanto, Padres, cosa de admirarse el que yo, en mi tierna edad, cuando apenas
me fue dado el leer los comentarios de otros (como algunos alegan), quisiera
traer una nueva filosofía, cuanto de alabarla si se defendía
bien, o de condenarla si era reprobable, y, en fin, puestos a juzgar nuestras
invenciones y escritos, no tanto contar los años del autor, cuanto
sus méritos o servicios.
[23]
Existe además, aparte de la que hemos aducido, otra forma nueva de
filosofar por vía de números; forma antigua que fue practicada
por los teólogos primitivos, por Pitágoras el principal, por
Aglaofemo, Filolao, Platón y los primeros platónicos, pero
que en este tiempo, como otras cosas preclaras, por la incuria de los posteriores,
tanto cayó en desuso que apenas se hallan de ella vestigios. Escribe
Platón en la Epínomis [977a ss.] que entre todas
las artes liberales y ciencias especulativas, la principal y máximamente
divina es la ciencia de los números. Preguntándose por qué el
hombre es un animal sapientísimo, se responde: porque sabe contar.
De esta afirmación se hace eco Aristóteles en los Problemas [20,
6, 956 a 12]. Escribe Abumasar que fue un decir de Avenzoar babilonio que
aquél que sabía contar sabía todo. Lo cual no puede
en modo alguno ser verdadero si por arte de contar entendemos el arte ese
en el que, por encima de todos, nuestros mercaderes son peritísimos,
lo que corrobora Platón cuando nos advierte, poniendo énfasis
en el dicho, que no pensemos que esta divina aritmética es la aritmética
mercantil. Creyendo, pues, que tras muchas elucubraciones, he llegado a explorar
esa aritmética tan enaltecida, lanzado ya a esta aventurada empresa,
prometí responder públicamente, utilizando los números,
a setenta y cuatro cuestiones que cuentan entre las principales de la ciencia
física y la ciencia divina.
[24]
También hemos introducido proposiciones mágicas, en las cuales
aclaramos que hay dos clases de magia; una consistente toda ella en obra
y poder de los demonios, cosa, por Júpiter, execrada y horrenda; otra
que, si bien se examina, no es sino consumada filosofía natural. De
una y otra haciendo mención los griegos, nunca otorgan el nombre de
magia a aquella primera, a la que denominan " ",
hechicería, a la segunda llaman con propia apelación: " ",
como perfecta y suprema sabiduría. Porque lo mismo suena, según
Porfirio [De Abstinencia, IV, 16], mago en lengua persa, que entre
nosotros intérprete y aficionado a las cosas divinas. Grande y diré que
extremada es, Padres, la disparidad y desemejanza entre ambas artes. Aquella
primera es condenada y execrada no sólo por la cristiana religión,
sino también por todas las leyes, por toda bien establecida república.
Esta segunda la aprueban y abrazan todos los sabios, todos los pueblos interesados
por las cosas celestes y divinas. Aquélla es la más fraudulenta
de todas las artes, ésta es la más alta y santa filosofía.
Aquélla nula y vana, ésta firme, fiel y sólida. Aquélla,
los que, la cultivaron, siempre lo encubrieron, por ceder en ignominia y
deshonra de su autor; de ésta derivó en la antigüedad,
y casi siempre, gran lustre y gloria del saber; de aquélla nunca se
ocupó el varón dado a la filosofía, ni el codicioso
de iniciarse en buenas artes; para aprender ésta navegaron Pitágoras,
Empédocles, Demócrito, Platón, la predicaron a su vuelta
y la guardaron entre sus secretos como la más estimable. Aquélla,
como no se prueba con argumentos ciertos, tampoco tiene seguros patronos; ésta
honorable por los que llamaríamos sus ilustres progenitores, tiene
como adalides principalmente a dos: Zamolxides, al que siguió Abbaris,
el hiperbóreo, y Zoroastro, no el que quizá pensáis,
sino el hijo aquél de Oromaso. Si preguntamos a Platón qué género
de magia es el de ambos, nos responderá en el Alcibíades [I,
120de ss.] que la magia de Zoroastro no es otra cosa que la ciencia de las
cosas divinas, con la que los reyes persas educaban a sus hijos, a fin de
que, con el ejemplo delante de la república del mundo físico,
aprendieran a regir su propia república. Responderá en el Cármides [156]
que la magia de Zalmoxides es la medicina del alma, a saber, que por ella
se proporciona al alma el equilibrio, como mediante aquella otra la salud
al cuerpo. En las huellas de éstos se afirmaron después Caranda,
Damigerón, Apolonio, Hostanes y Dárdano [Tert. De anima,
57]. Las siguió Homero, del cual algún día demostraremos
en nuestra Teología poética que, bajo capa de los viajes
de su Ulises, encubrió, igual que las demás, también
esta sabiduría. Las siguieron Eudoxo y Hermipo, las siguieron, puede
decirse, todos los que se adentraron en los misterios pitagóricos
y platónicos.
Entre
los más recientes que hayan seguido su rastro por el olfato encuentro
tres, Alkindi árabe, Rogerio Bacon y Guillermo Parisiense. La evoca
también Plotino [En. IV, 42-43] cuando muestra que el mago
es un servidor y no un artífice de la naturaleza; esta clase de magia
la aprueba y confirma, varón sapientísimo, de tal manera detestador
de la otra, que invitado a tomar parte en los misterios de los malos demonios,
dijo que más justo sería que ellos vinieran a él que
no él a ellos, y con razón. Porque así como aquélla
hace al hombre atado y esclavo de los malignos poderes, ésta, a la
inversa, le vuelve soberano y dueño de ellos. Aquélla, finalmente,
no puede arrogarse el nombre de arte ni de ciencia; ésta, inmersa
en misterios altísimos, abarca la contemplación profundísima
de las cosas más secretas y, en conclusión, el conocimiento
de toda la naturaleza. Esta, buceando a través de las fuerzas esparcidas
por don gratuito de Dios, y las insertas a modo de semillas en el mundo,
como sacándolas de los escondrijos a la luz, más que realizar
milagros, sirve diligentemente a la naturaleza que los hace; entrando escrutadoramente
en la armonía del universo, tan significativamente apellidada por
los griegos " ",
y con un conocimiento perspicaz y respectivo de las diferentes naturalezas,
para lo que pulsa arteramente los caprichos de cada una, lo que suele decirse
los " " sortilegios
de los magos, saca afuera los milagros escondidos en los escondrijos del
mundo, en el seno de la naturaleza, en las despensas y arcanos de Dios, como
si ella fuera el Artífice; y a la manera como el labrador junta los
olmos con las vides, así el mago casa el Cielo con la Tierra, es decir,
lo inferior con las dotes y virtudes de lo superior. De lo cual resulta que
todo lo que aquélla es de fantasiosa y nociva, ésta lo es de
divina y saludable. Por esto principalmente, porque aquélla, haciendo
esclavo al hombre de los enemigos de Dios, los aparta de Dios; ésta
despierta admiración de la obra de Dios, que tiene como secuela certísima
la rendida caridad, la fe y la esperanza. Pues nada contribuye más
a la religión y a la adoración de Dios que la asidua contemplación
de sus maravillas; pues cuando las hubiéremos explorado con esta magia
natural de la que hablamos, espoleados más ardientemente a un gran
amor del Artífice nos veremos impulsados a cantar aquello de: "Llenos
están los cielos, llena la tierra toda de la majestad de tu gloria" [Isaías,
6, 3]. Y esto baste sobre la magia, de la cual hemos dicho todo esto porque
sé que hay muchos que, igual que los canes ladran siempre a los extraños, éstos
muchas veces condenan y detestan lo que ignoran.
[25]
Vengo ahora a aquello que mencioné como deducido de los antiguos misterios
de los hebreos para confirmar nuestra sacrosanta y católica fe, no
sea que también para aquellos que lo ignoran, aparezcan ocurrencias
lúdicas y fábulas de feria; quiero por ello que todos sepan
qué y qué tales son esas cosas, de dónde se toman, por
quiénes y cuán ilustres autores están respaldadas, y
cuán asentadas, cuán divinas y cuán necesarias sean
para servir de apoyo a nuestros hombres en la defensa de nuestra religión
contra las importunas calumnias de los hebreos. No sólo celebrados
doctores hebreos, también entre los nuestros, Esdras [Esdras IV,
apócrifo], Hilario, Orígenes, escriben que Moisés no
sólo recibió de Dios en la montaña la ley que dejó a
la posteridad redactada en cinco libros, sino además una más
secreta y la verdadera explicación de la ley, y que le fue mandado
por Dios que promulgase, sí, la ley ante el pueblo, pero que la interpretación
de la ley no la pusiese por escrito ni la publicase, y que sólo a
Jesús Nave, y éste a los principales de los sacerdotes que
se sucedieran después, se la revelase, con una sagrada obligación
de silencio. Bastaba el simple relato de los hechos para dar a conocer, ya
la omnipotencia de Dios, ya su cólera contra los malvados, su clemencia
para los justos y para todos su justicia, y, por medio de divinos y saludables
preceptos para el recto y dichoso vivir, establecer el culto de la verdadera
religión. Pero revelar al pueblo llano los misterios más íntimos
y los arcanos de la altísima Divinidad, latentes debajo de la corteza
de la ley y en la tosca envoltura de las palabras, ¿qué otra
cosa hubiera sido sino echar las cosas santas a los perros y arrojar las
margaritas a los puercos? [Mateo, 7, 6]
[26]
Así pues, tener esto oculto al vulgo y comunicarlo sólo a los
perfectos, entre los cuales únicamente dice Pablo [I Cor.,
2. 6] hablar él la sabiduría, no fue recomendación humana,
sino precepto divino. Esta costumbre la guardaron religiosísimamente
los antiguos filósofos; Pitágoras nada escribió, salvo
unas cosillas que legó al morir a su hija Damo; las esfinges esculpidas
en los templos egipcios advertían de esto, que las enseñanzas
secretas se guardaran invioladas de la profana multitud mediante los nudos
de los enigmas. Platón, escribiendo a Dionisio [Carta II, 312d
e] algo sobre las sustancias supremas, dice que "se ha de expresar por
medio de enigmas, no sea que, si por fortuna cayera la carta en manos extrañas,
otros entiendan lo que te escribimos". Aristóteles decía
que los libros de la Metafísica, en que habla de cosas divinas,
estaban publicados y no publicados. ¿Qué más? Orígenes
afirma que Jesucristo, maestro de vida, reveló muchas cosas a los
discípulos, que ellos no quisieron escribir por no hacerlas accesibles
y comunes al vulgo. Lo corrobora entre todos Dionisio Areopagita, quien dice
que los más secretos misterios fueron trasmitidos por los autores
de nuestra religión " ", de mente a mente sin escritura, por mediación
de la palabra. Cuando exactamente del mismo modo, por mandato de Dios, se
había de revelar aquella auténtica interpretación de
la ley confiada por modo divino a Moisés, se llamó a eso Cábala,
que para los hebreos es lo mismo que para nosotros recepción. Por
esto justamente, porque aquella doctrina no había de ser trasmitida
por documentos escritos, sino pasando de uno a otro, como por cierto derecho
hereditario, a través de la serie regular de las sucesivas revelaciones.
[27]
Pero cuando una vez vueltos los hebreos de la cautividad de Babilonia por
obra de Ciro, y restaurado el Templo bajo Zorobabel, se aplicaron a restablecer
la ley, Esdras [ibid.], al frente entonces de la asamblea, una vez
corregido el libro de Moisés, comprendiendo claramente que, en razón
de los destierros, matanzas, huidas, cautiverio del pueblo de Israel, no
era posible conservar la costumbre establecida por los antepasados de trasmitir
la doctrina de mano en mano, y que llegaría el tiempo en que se perderían
los secretos de la celeste doctrina divinamente a él confiada, cuya
memoria no podría durar mucho, faltando las glosas, determinó que,
reunidos los sabios que aún quedaban, pusiese cada uno en común
lo que recordase de memoria tocante a los secretos de la ley, y que, bajo
la fe de escribanos, se redactase todo ello en setenta volúmenes (a
tenor del número usual de los sabios del Sanedrín). No me creáis
a mí solo en esto, Padres. Oíd a Esdras mismo que habla así: "Pasados
cuarenta días, habló el Altísimo diciendo: Lo que escribiste
primero hazlo público, que lo lean los dignos y los indignos, pero
los últimos setenta libros los conservarás para entregarlos
a los sabios de tu pueblo. Pues en éstos está la vena del intelecto,
la fuente de la sabiduría y el río de la ciencia. Y así lo
hice." Así Esdras al pie de la letra. Estos son los libros de
la ciencia de la Cábala. Esdras comenzó diciendo con perceptible
voz que en los libros se encerraban la vena del intelecto, a saber, la inefable
Teología de la superesencial Deidad, la fuente de la sabiduría,
a saber, la rigurosa Metafísica de las formas inteligibles y angélicas,
y el río de la ciencia, a saber, la solidísima Filosofía
de las cosas naturales.
[28]
Estos libros Sixto cuarto, Pontífice Máximo, que precedió inmediatamente
al felizmente reinante Inocencio octavo, procuró con todo cuidado
y empeño que se publicasen en lengua latina para pública utilidad
de nuestra fe. Y cuando él murió, tres de ellos estaban ya
a disposición de los latinos. Estos libros son tenidos hoy en tanto
respeto por los hebreos que nadie por debajo de los cuarenta años
es autorizado a tocarlos. Habiéndomelos yo procurado, con no pequeño
gasto, y habiéndolos leído con suma diligencia, sin reparar
en fatigas, descubrí en ellos (Dios me es testigo), no tanto la religión
de Moisés, cuanto la de Cristo. Allí el misterio de la Trinidad,
allí la Encarnación del Verbo, allí la divinidad del
Mesías; sobre el pecado original, sobre la reparación de él
por Cristo, sobre la Jerusalén celestial, sobre la caída de
los demonios, sobre los coros de los ángeles, sobre el Purgatorio
y sobre las penas del infierno, cosas leí iguales a las que a diario
leemos en Pablo y en Dionisio, en Jerónimo y en Agustín. Y
en lo que atañe a la Filosofía, estaréis oyendo ni más
ni menos a Pitágoras y a Platón, cuyas doctrinas tan afines
son a la fe cristiana, que nuestro Agustín no se cansaba de dar gracias
a Dios por haber venido a sus manos los libros de los platónicos.
En conclusión, apenas hay tema de controversia entre nosotros y los
hebreos, en que no se les pueda retorcer el argumento y convencerles a base
de estos libros de los cabalistas, de modo que no quede rincón alguno
donde se parapeten. Para lo cual me apoyo en el testimonio fundadísimo
de Antonio Crónico, varón eruditísimo, el cual, estando
yo en su casa en un banquete, oyó con sus propios oídos a Dáctilo,
hebreo perito en esta ciencia, terminar entregado de pies y manos coincidiendo
con la doctrina cristiana de la Trinidad.
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Pero volviendo a la reseña de los principales capítulos de
mi Disputa, pusimos nuestra propia manera de interpretar los himnos de Orfeo
y de Zoroastro. Orfeo entre los griegos se lee casi entero, Zoroastro entre
ellos, mutilado, entre los Caldeos más completo. A ambos tengo por
padres y fundadores de la sabiduría antigua. Pues, callando de Zoroastro,
cuya mención nunca ocurre en los platónicos sin suma veneración
escribe Jámblico calcidio que Pitágoras tuvo la teología órfica
por modelo y, a tenor de ella, plasmó y conformó su filosofía.
Y no por otra razón miran como sagrados los dichos dé Pitágoras,
sino porque derivaron de las tradiciones órficas; de allí la
doctrina oculta de los números; y cuanto de grave y sublime tuvo la
filosofía griega, de allí fluyó como de su primer manantial.
Mas conforme al uso de los antiguos teólogos, también Orfeo
entretejió los secretos de sus doctrinas con aderezos de fantasía
y los encubrió con ropaje poético, con el fin de que quien
leyere sus himnos pensase que contienen sólo cuentecillos de fábula
y purísimas chanzas. Lo que quiero quede dicho para que se aprecie
bien cuánto trabajo, cuánta dificultad me supuso el sacar de
las envolturas de los enigmas, de los escondrijos de las fábulas,
los ocultos sentidos de una filosofía arcana, sobre todo, en cosa
tan grave, tan escondida y tan inexplorada, sin ayuda alguna de la labor
y diligencia de otros intérpretes. Y, sin embargo, me ladraron esos
mis perros, achacándome el amontonar cosas minúsculas y sin
fuste, sólo para pomposidad del número, como si no hubiera
traído a cuento todas las más enredosas y controvertidas cuestiones,
sobre las que se pelean las principales Academias, como si no hubiera introducido
multitud de cosas completamente desconocidas e intocadas por aquéllos
que me impugnan y se tienen por filósofos consumados. Más diré:
estoy tan lejos de ese reproche que he procurado contraer cuanto pude el
número de capítulos de la Disputa. Que si hubiera querido (como
otros hacen) partirla en sus miembros y desmenuzarla, hubiera alargado el
número hasta lo innumerable. Y para omitir los otros, ¿quién
hay que no sepa que un solo tema de los novecientos, el de conciliar las
filosofías de Platón y Aristóteles, podría, sin
sospecha de empeño en la numerosidad, haber sido diluido en otros
seiscientos, por no decir aún más, con sólo reseñar
uno por uno todos los lugares en los que piensan otros que disienten, y yo
juzgo que concuerdan? Y todavía (lo diré, aunque ni con modestia
ni según mi estilo) lo diré, sin embargo, pues me fuerzan a
ello los malévolos, quise con este certamen mío dar fe, no
tanto de que es mucho lo que sé, cuanto de que sé lo que muchos
no saben.
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Y para que esto salga ya a luz, Padres honradísimos, para que vuestro
deseo, doctores excelentísímos, a los que, no sin gran complacencia,
veo preparados y ceñidos esperando el combate, no lo demore más
mi Oración, augurándolo feliz y fausto, como al son de trompa
de guerra que nos llama, vengamos ya a las manos. |