Marsilio Ficino saluda a Michele Mercati de San Miniato, su amado compañero filósofo.
Hemos filosofado a menudo acerca de lo moral y lo natural, querido Michele, y aún más a menudo sobre lo divino. Por otra parte, recuerdo que solías decir una y otra vez que las cosas morales se manifiestan en la práctica, las cosas naturales son indagadas por la razón y las cosas divinas son rogadas a Dios mediante la oración. También he leído en las obras de nuestro Platón que lo divino es más revelado por la pureza de vida que enseñado por medio de la instrucción verbal. Pues bien, un día nació el dolor en mi alma al considerar seriamente estas cosas, y es que había llegado a disentir de la razón pero aún no confiaba plenamente en la revelación. De ello surgió un diálogo íntimo entre el alma y Dios. Escúchalo, por favor, aunque pienso que quizás ya estés más próximo a hablar con Dios que yo.
Dios: ¿Por qué te afliges tanto, mi alma infeliz? Oh hija, pon ya fin a las lágrimas. Vamos, yo, tu padre, estoy aquí contigo; soy tu cura y tu salvación.
Alma: Ojalá mi Padre viniese a mí. ¡Ah, si creyera que una gracia así pudiese sucederme, me volvería loca de alegría! Pero en este momento, no veo cómo eso puede ocurrir pues quien sólo está fuera de mí no es mi Padre más alto, ya que, según creo, el artífice de la naturaleza me creó a mí, su descendencia, más dentro de él que a su naturaleza. Y tampoco es mi padre quien sólo está dentro de mí, ya que mi padre es ciertamente más grande que yo y lo que está contenido en mí es, sin duda alguna, más pequeño. Pero ignoro cómo algo puede estar a la vez dentro y fuera de mí. Lo que me apena gravemente, forastero, quien quiera que seas, es que no quiero vivir sin mi padre, y desespero de poder encontrarlo.
Dios: Pon fin a las lágrimas, oh hija mía, y no te aflijas. No es ningún extraño quien habla contigo, sino uno que te pertenece, que te es más conocido que tú misma. En verdad, estoy tanto junto a ti como dentro de ti. Estoy contigo porque estoy en ti, y estoy en ti porque tú estás en mí. Si no estuvieses en mí, no estarías en ti; más bien, no serías en absoluto. Pon fin a las lágrimas, oh hija, y mira a tu padre. Tu padre es la menor de todas las cargas y también la mayor de todas las virtudes. Puesto que es muy pequeño, está en el interior de todo, y puesto que es muy grande está fuera de todo. Mira, estoy aquí contigo, dentro y fuera, la mayor pequeñez y la menor grandeza. Mira, te digo, ¿no ves?
Lleno el cielo y la tierra, los penetro y los contengo. Lleno y no soy llenado, siendo la plenitud misma. Penetro y no soy penetrado, pues soy el propio poder de penetración. Contengo y no soy contenido, siendo la facultad de contener. Yo, que soy la abundancia en sí, no estoy lleno pues ello no sería digno de mí. No soy penetrado para no cesar de ser, siendo yo el ser. No soy contenido para no dejar de ser Dios, siendo yo mismo el infinito. Fíjate, ¿no ves? Me introduzco en todo sin mezclarme para poderlo sobrepasar, siendo yo la excelencia. Sobrepaso a todo sin estar separado, de manera que soy capaz a la vez de entrar, de penetrar hasta el fondo y de unir, siendo yo mismo la unidad por la cual todas las cosas son hechas, perduran y desean.
¿Por qué desesperas de encontrar a tu padre, oh necia? No es difícil hallar dónde estoy, ya que en mí están todas las cosas, de mí proceden y por mí se mantienen por siempre y en todo lugar. Y me expando a través del espacio infinito con un poder infinito. Realmente, no es posible encontrar algún lugar donde no esté; en verdad, ese mismo ‘donde’ existe por mí, y se llama ‘en todas partes’. Cualquier cosa que haga y busque alguien en algún lugar, lo hace y busca dirigido e iluminado por mí. No hay deseo en ningún lugar, salvo el del bien; no hay encuentro en ningún lugar, salvo el de la verdad. Todo yo soy bien; todo yo soy verdad. Busca mi rostro y vive. Mas no te muevas para tocarme, pues soy la misma quietud. No seas arrastrada por las opiniones diversas para aprehenderme, siendo yo la misma unidad. Detén el movimiento, une la diversidad y me alcanzarás inmediatamente, a mí, a quien ya hace tiempo que te ha atrapado.
Alma: ¡Qué rápidamente me abandonas, oh salvación mía! ¿Por qué dejas tan repentinamente a tu hija sedienta? Prosigue, di más, continúa, te lo ruego, venerable numen. Por tu divina majestad, por favor, te suplico que hables más claramente. ¡Ah, que ello te plazca! Y como sé que te complacerá, dime entonces con mayor claridad lo que no es mi padre para que pueda ser devuelta a la vida; y nuevamente, qué es mi padre, para que pueda vivir.
Dios: Tu padre no es de naturaleza física, hija. Cuanto más obedeces a tu padre, mejor eres, y cuanto más resistes al cuerpo, más excelente eres. Es bueno para ti estar con tu padre, y es malo para ti estar con tu cuerpo. No fue un sentimiento el que te engendró, oh alma; si no, no contemplarías nada por encima del sentimiento, permanecerías en ese mismo sentimiento cambiante y no buscarías la naturaleza completamente estable. No fue un intelecto de muchas partes el que te hizo, pues no habrías alcanzado la simplicidad completa y la consecución del intelecto sería suficiente para ti. Mas tú asciendes ahora inteligiendo y amando más allá de cualquier intelecto, hasta la vida misma, la esencia, el ser absoluto. Y la intelección no te basta a no ser que, además de comprender bien, comprendas el bien en sí mismo. Sin duda, sólo el bien te sacia; en efecto, la única razón por la que buscas algo es porque es el bien. Por consiguiente, alma, el bien en sí mismo es tu creador; no el buen cuerpo, ni el buen sentimiento, ni el buen intelecto, sino el bien.
El bien consiste en lo que está verdaderamente en sí mismo, infinito más allá de los límites de lo subordinado y que te concede una vida infinita, ya sea de edad en edad o al menos desde el inicio hasta la eternidad. ¿Deseas ver la cara del bien? Observa el mundo, el universo lleno de la luz del Sol. Mira a la luz en la materia del mundo, lleno de todas las cosas, de todas las formas y en constante movimiento; retira la materia y deja el resto. Tienes entonces el alma, la luz incorpórea omniforme y mutable. Ahora elimina de ello la mutabilidad, y has alcanzado la inteligencia de los ángeles, la luz incorpórea, omniforme pero inmutable. Quita de ello la diversidad por la cual una forma cualquiera difiere de la luz y se infunde en la luz por otra causa, y de ese modo la esencia de la luz y de las formas es la misma. La luz se da forma a sí misma, y por medio de sus formas da forma a todo. Esa luz ilumina infinitamente porque alumbra por su propia naturaleza y no está manchada por una mezcla con algo distinto, ni tampoco puede ser restringida por nada porque no está en ninguna cosa de un modo particular, pues brilla por igual a través de todo. Su vida depende de sí misma y confiere la vida a todo, ya que su sombra es la luz de este Sol. Sólo ella vivifica a lo corporal. Percibe todo y otorga la percepción, pues su sombra despierta todos los sentidos de todas las criaturas. Finalmente, ama a cada cosa sin excepción, pues cada cosa es especialmente suya.
¿Qué es entonces la luz del Sol? La sombra de Dios. ¿Y qué es, pues, Dios? Dios es el Sol del Sol. Dios es la luz del Sol en el mundo corporal, y la luz del Sol por encima de las inteligencias angélicas es Dios. Mi sombra es tal, oh alma, que es la más bella de todas las cosas corporales. ¿Cuál supones que es la naturaleza de mi luz? Si tanto resplandece mi sombra, ¿cuánto es el brillo de mi luz? ¿Amas a la luz en todo lugar por encima de todo lo demás? O mejor, ¿amas a la luz sola? Amame solamente a mí, oh alma, solamente a la luz infinita. Te digo que ames a la luz, a mí, infinitamente; así brillarás y te deleitarás infinitamente.
Alma: ¡Oh, cosa maravillosa que supera la propia maravilla! ¿Qué extraño fuego me consume ahora? ¿Qué nuevo Sol es éste, y desde dónde brilla sobre mí? ¿Qué espíritu es éste, tan grande y tan dulce, que en este momento atormenta y calma mis entrañas, que las muerde y las besa, las aguijonea y les hace cosquillas? ¿De dónde procede? ¿Qué amarga dulzura es ésta? ¿Quién podría concebirla? Esta amarga dulzura me disuelve completamente y me destripa. En comparación con ella, incluso las cosas más dulces me parecen amargas. ¡Qué dulce amargura es la que reúne mis fragmentos rotos reintegrándome, por la cual hasta lo más amargo se vuelve dulce para mí! ¡Qué imperiosa es esta voluntad! No puedo dejar de desear el bien; puedo evitar o aplazar cualquier otra cosa, pero no este anhelo del bien. En efecto, si quisiera evitarlo sólo podría hacerlo pensando que la privación en sí misma es el bien. Por el contrario, ¡qué voluntaria es esta necesidad! Nada es elegido más libremente que el bien. A causa de él, yo deseo todo, o mejor dicho, el bien en todas las cosas y en todo lugar. Y lo deseo de tal modo que hasta quiero no ser capaz de no desearlo. ¡Qué llena de vida es esta muerte por la que muero en mí mismo pero vivo en Dios, muero para los muertos pero vivo para la vida, vivo por la vida y me alegro en la alegría! ¿Quién podría concebirlo? ¡Oh placer más allá de los sentidos! ¡Oh delicia más allá del sentimiento! ¡Oh alegría más allá de la mente!
Ahora estoy fuera de mi juicio, pero no sin juicio, porque estoy por encima del juicio. Me hallo nuevamente en un delirio, un delirio muy grande, pero no caigo al suelo porque soy elevada a lo alto. Ahora me expando en todas las direcciones y me desbordo, pero no me disperso porque Dios, la unidad de las unidades, me reúne conmigo misma y hace que viva con él. Por consiguiente, regocijaos conmigo todos aquéllos cuyo regocijo es Dios. Mi Dios ha salido a mi encuentro. El Dios del universo me ha abrazado. El Dios de los dioses penetra ahora en mis entrañas. Verdaderamente, el mismo Dios me alimenta por completo, y quien me generó me regenera. El, que engendró el alma, la transforma en un ángel, la convierte en Dios. ¿Cómo te daré las gracias, oh gracia de las gracias? Enséñame tú, gracia de las gracias; enséñame, te lo suplico, y provéeme. Y que finalmente esta gracia sea para ti, Dios, Dios en ti mismo.
Traducción: Marc García.
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