Aquí publicamos la relación de cartas de Marsilio Ficino traducidas del volumen I en inglés The letters of Marsilio Ficino. Ed. Shepheard-Walwyn, Londres, 2001. Edición que a su vez es una traducción del latín, Opera omnia, tomo I. Ed. Bottega d'Erasmo, Turín, 1962. La presente traducción ha sido realizada teniendo en cuenta ambas ediciones.
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DE DIVINO FURORE |
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Marsilio Ficino saluda a Peregrino Alio. El tercer día antes de las calendas de diciembre Ficino Médico, mi padre, me trajo dos cartas con tu nombre estando yo en Figline, una escrita en prosa libre y otra en verso, de cuya lectura ha resultado en verdad que me he regocijado mucho en mis circunstancias, porque me han dado a conocer a este joven cuya fama y gloria pueden darse a la luz. Por mi parte, Peregrino, agradabilísimo amigo, cuando reflexiono sobre tu edad del mismo modo que sobre los hechos que cada día dimanan de ti, no sólo me alegro por tantos bienes de mi amigo, sino que también me maravillo vivamente, y no sé, pasando en silencio a los más recientes, quién de aquellos antiguos, a cuya memoria rendimos culto, sobresalió tanto en esta edad en la que tú estás ahora. Yo no lo atribuyo, como afirman Demócrito y Platón, sólo a la técnica y al estudio, sino mucho más a aquel divino furor sin el cual nunca ha habido un hombre verdaderamente grande. Algunos movimientos bastante excitados y afectos muy ardientes pueden servir de prueba de que, allí donde tus escritos los expresan, estás inspirado por este furor, por así decirlo, y arrebatado por él hasta lo más hondo. También quisieron especialmente los filósofos antiguos que esta misma excitación, que se produce por movimientos externos, fuera la prueba de que hay en nuestros espíritus cierta fuerza divina. Pero, ya que hemos mencionado el furor, relataré el pensamiento de nuestro Platón acerca de este asunto en pocas palabras y con la brevedad que reclama una epístola, a fin de que entiendas fácilmente qué es el furor, de cuántas partes se compone y qué divinidad guía cada furor. Confío en que esto será para ti unas veces motivo de placer y otras incluso de gran utilidad. Opina, pues, Platón que nuestro espíritu, antes de caer en los cuerpos, como ya Pitágoras, Empédocles y Heráclito habían defendido, había existido en las regiones celestiales, donde por la contemplación de la verdad, como Sócrates dice en el Fedro, se nutría y gozaba. Después que aquellos filósofos, a los que antes he mencionado, aprendieron de Mercurio Trismegisto, el más sabio de todos los egipcios, que Dios es un cierto manantial muy elevado y una luz en la que los prototipos de todas las cosas, a los que llaman ideas, se muestran brillantemente, pensaron que sería natural que el espíritu, contemplando sin interrupción la mente eterna de Dios, también viese de forma más clara las naturalezas de todas las cosas. El espíritu veía, en consecuencia, dice Platón, la misma justicia, veía la sabiduría, veía la armonía y una cierta belleza admirable de naturaleza divina. A todas estas realidades, que están en la mente eterna de Dios, unas veces las llama ideas, otras esencias divinas y otras primeras naturalezas. Por un cierto conocimiento perfecto de ellas las mentes de los hombres son alimentadas felizmente todo el tiempo que esperan en aquel lugar. Pero, cuando por el pensamiento de las cosas terrenas y por su deseo los espíritus bajan hacia los cuerpos, entonces se dice que quienes antes eran alimentados de ambrosía o néctar, esto es, del conocimiento y perfecto gozo de Dios, al instante, en este mismo descenso, beben las aguas del río Leteo, es decir, el olvido de las realidades divinas, y que no pueden volver a volar hacia los dioses celestes, de donde los pensamientos terrenos, por su peso, los habían separado, antes de empezar a examinar aquellas naturalezas divinas que habían olvidado. Aquel divino filósofo cree que alcanzamos esto, es decir, lo que se refiere a las costumbres y lo de más arriba, que se refiere a la contemplación, gracias a dos virtudes: a una la denomina justicia con un término común, y a la otra, en cambio, sabiduría. Por este motivo dice que con dos alas iguales, significando estas virtudes según mi parecer, los espíritus se elevan hacia los dioses celestes. Sócrates sostiene en el Fedón que las alcanzamos igualmente gracias a las dos partes de la filosofía, a saber, la activa y la contemplativa. Por eso él dice lo mismo en el Fedro: "Sólo la mente del filósofo recupera las alas". Pero en esta misma recuperación de las alas se separa del cuerpo por la fuerza de aquéllas el espíritu y, lleno de Dios, es arrastrado hacia los dioses celestes y se esfuerza con energía. A esta separación y empeño Platón los denomina furor divino y lo divide en cuatro partes. De hecho, piensa que los hombres nunca se acuerdan de las realidades divinas, salvo de algunas de ellas, a no ser como sombras e imágenes que son percibidas como propias del cuerpo y suscitadas por los sentidos. Por consiguiente, Pablo y Dionisio, los más sabios de los teólogos cristianos, declaran que lo invisible de Dios se conoce mediante las obras suyas que se ven aquí abajo. Platón, en cambio, defiende que la sabiduría de los hombres es imagen de la sabiduría divina. Considera que es imagen de la armonía divina la misma que con voces e instrumentos musicales representamos como armonía, y que lo es de la belleza divina el acuerdo y hermosura que resultan de la apropiadísima disposición de las partes y miembros del cuerpo. Pero, como muy pocos o ningún hombre tienen ciencia realmente, ni ésta es contenida por ninguno de los sentidos del cuerpo, se sigue que las semejanzas con la divina sabiduría son muy pocas entre nosotros, que están ocultas a nuestros sentidos y que son totalmente desconocidas. Por esta razón Sócrates en el Fedro dice que la representación figurada de la sabiduría no puede ser vista por los ojos en forma alguna, porque si pudiese verse, suscitaría hasta lo más hondo amores admirables hacia aquella divina sabiduría de la que es imagen. Pero, en cambio, vemos con los ojos la semejanza de aquella belleza divina y advertimos la imagen de la armonía con los oídos, que Platón considera los más penetrantes de todos los sentidos que se dan en el cuerpo. Por ello sucede que, una vez absorbidas hacia el espíritu mediante los sentidos del cuerpo esa especie de imágenes, recordamos en cierto modo aquellas cosas que habíamos conocido anteriormente cuando nos hallábamos fuera de la cárcel del cuerpo. Ciertamente por este recuerdo se arrebata el espíritu y, agitando las alas al punto, se purifica poco a poco del pensamiento del cuerpo y de sus manchas, es movido enteramente por el furor divino, y, gracias a los sentidos que poco antes he mencionado, son suscitadas ambas formas de furor. En efecto, al recobrar por la forma de la belleza que los ojos ofrecen un cierto recuerdo de la belleza verdadera e inteligible, la deseamos con un inefable y oculto ardor de la mente. A este ardor, en fin, Platón acostumbra llamarlo amor divino, definiendo la elevación a partir del aspecto de la semejanza corpórea como deseo de volver a contemplar de nuevo la belleza divina. Después de esto es inevitable que el que así es impresionado, no sólo ansíe aquella belleza superior, sino que también sienta deleite por el aspecto de aquélla que se le ofrece claramente a los ojos. De esta forma, pues, ha sido regulado por la naturaleza, de manera que quien apetece algo, también sea deleitado por la semejanza de aquello. Pero piensa Platón que es propio de un ingenio más rudo y de la corrupción de la naturaleza el hecho de que alguno llegue a desear solamente las sombras de aquella verdadera naturaleza, y no admire nada más fuera de aquella apariencia que se ofrece a los ojos. Sostiene que éste es movido por ese amor del que son compañeros la impetuosidad y el desenfreno, y lo define como deseo irracional y desmesurado del placer que se percibe por los sentidos y tiene como objeto la forma del cuerpo. También define este amor de otra manera: como el ardor de un espíritu que vive en su propio cuerpo como en un cadáver ajeno. Por ello dice que el espíritu del amante vive en cuerpo ajeno. Admirando esta afirmación, los epicúreos definen el amor como una cierta agitación de corpúsculos, que denominan átomos, y se dan por entero a este amor que consume las apariencias de belleza. Nuestro Platón dice que el amor nace de las enfermedades humanas, que está lleno de preocupación y cuidado, y que es conveniente para aquellos hombres cuya mente está tan ofuscada de tinieblas, que no piensa en nada elevado, en nada distinguido en absoluto, en nada a excepción de aquella imagen frágil y titubeante de aquel corpúsculo, ni observa el aire libre, encerrada en tinieblas y cárcel oscura. Pero aquellos cuyo ingenio ha sido liberado y desatado del lodo del cuerpo, son de tal talante que, cuando se les presenta la forma y encanto de un cuerpo cualquiera, tan pronto como lo ven, se deleitan en su semejanza con la belleza divina. Pero de esta imagen se retiran al punto hacia aquella memoria divina, que admiran sobre todo y desean verdaderamente, y por cuya nostalgia son arrebatados hacia las realidades superiores. Platón llama enajenación divina y furor a este primer intento de volar. Parece que esto ya es suficiente acerca del furor que dijimos se realiza por los ojos; pero el espíritu percibe por los oídos ciertas armonías y ritmos suavísimos, es advertido por estas imágenes y es excitado a la música divina, que debe ser examinada por un cierto sentido íntimo y más agudo de la mente. Hay entre los intérpretes platónicos una doble música divina. Creen que una se encuentra de modo real en la mente eterna de Dios, y la otra, en cambio, en el orden y movimiento de los cielos. Por ella las esferas celestes y las órbitas producen una cierta armonía admirable. De ambas había sido partícipe nuestro espíritu, antes de que fuera encerrado en los cuerpos; pero en estas tinieblas se sirve de los oídos como de pequeños resquicios, y de todos los sentidos, y gracias a éstos alcanza, como ya hemos dicho muchas veces, las imágenes de aquella música incomparable. Por ellos es devuelto a cierto recuerdo íntimo y callado de la armonía de que antes gozaba, todo entero se inflama en el deseo y anhela gozar de nuevo de la verdadera música y volver volando a las regiones que le son propias; y aunque comprende que, mientras la verdadera música esté encerrada por la tenebrosa morada del cuerpo, él no la puede alcanzar en modo alguno, se esfuerza al menos en la medida de sus fuerzas en imitar a aquella cuya posesión no puede gozar. Esta imitación es doble entre los hombres. Unos, en efecto, imitan la música celestial por los ritmos de las voces y sonidos de diferentes instrumentos. A éstos los llamamos con razón músicos ligeros y casi populares. Otros, en cambio, imitando con un juicio más noble y firme la armonía divina y celestial, disponen a la inversa los pies y ritmos como percepción y conocimiento de la íntima razón. Éstos en verdad son quienes, inspirados por un espíritu divino, hacen manar algunos poemas muy nobles e ilustres con un lenguaje, como dicen, enteramente armonioso. A ésta Platón la llama música y poesía nobles, la más poderosa imitadora de la armonía celeste, porque la más ligera, de la que poco antes hicimos mención, solamente fascina por la suavidad de las voces. La poesía, en cambio, reproduce, lo cual también es propio de la divina armonía, de forma más ardiente ciertos sentimientos muy nobles, délficos al decir del poeta, mediante los ritmos y movimientos de las voces. Por ello sucede que no sólo halaga a los oídos, sino que también aporta a la mente un alimento suavísimo y muy semejante a la ambrosía celeste, de modo que parece acercarse más a la divinidad. Piensa Platón, sin embargo, que este furor poético nace de las Musas. A aquel que sin la inspiración de las Musas se acerca a las puertas de la Poesía, esperando que con su arte llegará a ser poeta, ciertamente lo considera vano a él y a su poesía; pero cree que los poetas que son arrebatados por una inspiración y fuerza celestiales, manifiestan unos pensamientos, muchas veces inspirados por las Musas, tan divinos que ellos mismos, cuando se hallan un poco más tarde fuera de su arrebato, no comprenden lo que habían dado a conocer. Según creo, aquel varón divino quiere que las Musas sean entendidas como cantos celestes, y por eso dicen que se las llamó Canoras o Camenas a partir de la palabra "canto". De ahí que los hombres divinos movidos por las Musas, es decir, por los númenes y los cantos celestes, investigan modos poéticos y ritmos para imitarlas. Así pues, al tratar Platón en su República el movimiento circular de las esferas celestes, dice que una Sirena está sentada en cada una de las líneas, dando a entender con el movimiento de las esferas, como explica un platónico, que el canto es producido por los númenes. En efecto, en lengua griega el término Sirena representa correctamente a quien canta para la divinidad. También los antiguos teólogos quisieron que las nueve Musas fuesen los ocho cantos musicales de las esferas y que la mayor, que se compone de todas, fuera la armonía. Según este razonamiento, la poesía procede del furor divino, el furor, de las Musas, y las Musas, de Júpiter. En efecto, los platónicos denominan repetidas veces a Júpiter como el Alma del mundo entero, que es la que alimenta interiormente el cielo, las tierras, las llanuras líquidas, la esfera brillante de la luna y las constelaciones de los Titanes, y, derramándose por los miembros, pone en movimiento toda la máquina y se mezcla con el gran cuerpo. Del modo como mueve y rige las esferas, se infiere que también sus cantos musicales, que llaman Musas, nacen de Júpiter, alma y mente del mundo entero. Por esta razón aquel platónico esclarecidísimo dijo: "De Júpiter es el principio de la Musa, de Júpiter todo está lleno, porque también en todas partes aquel espíritu que llaman Júpiter tiene fuerza, todo lo colma y, moviendo el cielo como una cítara, según dice el pitagórico Alejandro de Mileto, produce la celestial armonía". Igualmente Orfeo, aquel vate divino, dice: "Júpiter es el primero, Júpiter el más reciente, Júpiter es la cabeza, Júpiter es el centro: todo ha nacido de Júpiter; Júpiter es el fundamento de la tierra y del cielo portador de estrellas, Júpiter se manifiesta como varón, Júpiter es esposa incorruptible, Júpiter es el espíritu y la forma de todo, Júpiter es la raíz del mar, Júpiter es el movimiento del fuego infatigable, Júpiter es el Sol y la Luna, Júpiter es rey y príncipe de todo, y cuando escondió su luz, de nuevo la dejó escapar de su nutricio corazón, dando lugar a los pensamientos". Por estos hechos se comprende que Júpiter contiene lo esparcido por todos los cuerpos y alimenta todas las cosas, para que no se diga inmerecidamente que Júpiter es todo lo que ves, todo lo que mueves. Siguen después de éstas las restantes categorías de furor divino, que Platón divide de dos maneras. Piensa que una de ellas se refiere a los misterios y la otra, a la que llaman profecía, a los sucesos futuros. Define el primer furor como una violenta excitación del ánimo en los hechos que pertenecen al culto de los dioses, a la religión, a la expiación y a las ceremonias sagradas. Al afecto de la mente que imita con falsedad a este furor, lo denomina superstición. Pero la última naturaleza del furor, en la que coloca la profecía, no piensa que sea sino un presagio inspirado por el soplo divino. A esta naturaleza la hemos denominado con un término más apropiado adivinación y profecía. Si el alma en esta misma adivinación se enciende con mayor viveza, la llama furor, cuando la mente, libre del cuerpo, es agitada por el divino instinto. Si alguien prevé más por astucia y sagacidad que por infusión divina los hechos futuros, opina que esta forma de presentimiento debe ser llamada previsión y conjetura. De todo ello se desprende con claridad que son cuatro las categorías de furor divino: el amor, la poesía, los misterios y la profecía. Aquel amor materno, popular y completamente loco imita falsamente al amor divino; la música ligera, como hemos dicho, a la poesía, la superstición a los misterios, y la conjetura a la profecía. Sócrates, según Platón, atribuye el primer furor a Venus, el segundo a las Musas, el tercero a Dionisos y el último a Apolo. Por lo demás, he preferido ser prolijo en la descripción de las dos causas de este furor que se refiere al amor divino y a la poesía, porque sé que estás movido por ambos con vehemencia y para que recuerdes que lo que escribes no procede de ti, sino de Júpiter y de las Musas, en la medida en que estés lleno del espíritu y de la divinidad. Por esta razón, amigo Peregrino, obrarás con Justicia y piedad si tú, como hasta ahora creo que lo has hecho, reconoces que el principio y el autor de las obras más grandes y perfectas no eres tú ni ningún otro hombre en absoluto, sino Dios inmortal. Cuídate y persuádete de que nada es más amado para mí que tu persona. Figline, calendas de diciembre de 1457. Traducción: Pedro Azara. |
NOTAS | |
1 | Carta extraída de: Marsilio Ficino, Sobre el furor divino y otros textos. Ed. Anthropos, Barcelona, 1993, pp. 7-29. |
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